Cuando en la última década del siglo pasado las comunidades económicas europeas se transformaron en una unión política pensada como una comunidad de derechos compartidos por diversos países parecía que el nuevo ente supraestatal, con sus libertades compartidas, contribuiría a disolver los antiguos particularismo sustentados en las identidades nacionales que se habían construido a partir del siglo XVI con la consolidación de los Estados modernos.
La idea de nación no existía antes de la revolución monárquica que construyó las entidades políticas que conocemos como países. El nacionalismo como ideología surgió para facilitar el dominio sobre poblaciones antes identificadas con su comarca o su pueblo y que sólo de manera difusa se veían como parte de una comunidad lingüística, en buena medida porque las mismas lenguas nacionales también fueron producto de la unificación política. Las diferentes monarquías tuvieron distinto grado de éxito en la construcción de identidades homogéneas. En Francia, por ejemplo, después de las guerras de religión del siglo XVI los gobiernos de los sucesores de Enrique de Navarra —Luis XIII y Luis XIV— se enfocaron en construir una identidad común para Francia; la extensión de la burocracia sirvió para disolver las diferencias idiomáticas y regionales. Sin embargo no sería hasta las guerras napoleónicas de principios del siglo XIX cuando el nacionalismo francés terminó de consolidarse.
En Alemania, en cambio, la identidad colectiva se desarrolló en torno a la lengua sin un Estado que la propiciara; sin embargo, el nacionalismo alemán como ideología excluyente sólo apareció a partir de la mitad del siglo XIX, en buena medida propiciado por quienes aspiraban a controlar un territorio hasta entonces fragmentado en pequeños estados, la mayoría bastante débiles, lo que permitió que el Estado prusiano acabara por dominarlos. Ahí donde hubo otro Estado fuerte, el del Imperio Austrohúngaro, la idea de una nación alemana única no prosperó y sólo fue impuesta brevemente por la dictadura nazi.
Así, el nacionalismo es una ideología promovida desde el poder político para facilitar el dominio. Los reyes españoles de la época de los Habsburgos, desde Carlos I en el siglo XVI hasta Carlos II a finales del XVII, no intentaron promover una identidad única y mantuvieron muchas de las instituciones de los reinos existentes antes de la unificación política realizada por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. De hecho, la de Castilla era una corona dual, pues incluía al antiguo reino de León. De hecho, Felipe II y Felipe III fueron también reyes de Portugal, pero esa unificación acabó por fracasar. Sólo cuando —después de una larga guerra— los Borbones franceses se hicieron con el trono el modelo de homogenización fue copiado y nació propiamente España como entidad estatal unificada. Ese es el momento del agravio histórico con el que justifica el nacionalismo catalán su pretensión de independencia.
El Reino Unido vivió un proceso muy diferente. Hasta el final del Siglo XVI Escocia e Inglaterra eran entidades estatales claramente diferenciadas. A partir de que Jacobo VI de Escocia se hizo con el trono de Inglaterra como herencia de su tía Isabel I, ambos estados compartieron rey, pero cada uno tuvo su parlamento. La guerra civil del siglo XVII y la decapitación de Carlos I separó de nuevo claramente a Escocia de Inglaterra y no fue sino después de que el parlamento inglés logró quitarle al rey los principales atributos de gobierno en 1689 que el proceso de unificación política se aceleró, pero sólo hacia la mitad del siglo XVIII los parlamentos de Escocia e Inglaterra se unificaron. Mucho más problemática fue la relación con Irlanda, donde no prosperó la reforma religiosa y que fue sometida por las sucesivas oleadas de intervención inglesa. La identidad irlandesa se mantuvo de manera sólida porque fue impulsada por el poder de la iglesia católica para debilitar a los cismáticos ingleses.
El hecho es que el nacionalismo es un resultado del proceso de construcción de la dominación estatal sobre un territorio y sus pobladores. No es, como suelen promover sus defensores, producto de la identidad ancestral de los pueblos. El fervor nacionalista es fomentado por aquellos que quieren obtener el control de la organización con ventaja en la violencia que es el Estado. De ahí que la bandera nacionalista suela ser defendida por los demagogos que aspiran a gobernar, con las consecuencias distributivas que ello implica.
Las pretensiones independentistas enarboladas hoy por fuertes partidos tanto en Escocia como en Cataluña comparten, a pesar de sus enormes diferencias, el hecho de fomentar el mito nacionalista como justificación de su ambición de control político sobre sus respectivos territorios. En el caso de Cataluña el sentimiento de identidad nacional diferenciada mantenido por diversos políticos desde finales del siglo XIX ha abrevado de los errores del Estado español, que ha querido una y otra vez, a partir de su matriz francesa, imponer otro nacionalismo: el de una supuesta identidad española única. Franco pretendió emular en el siglo XX al Luis XIV de tres siglos antes e impuso la unificación lingüística y cultural, lo cual fue vivido por los catalanes como agravio. La Constitución española de 1978, con su “Estado de las autonomías” parecía haber resuelto la convivencia de Cataluña dentro del Estado español, mientra el conflicto más agudo se daba en el País Vasco debido a la actividad terrorista de ETA. Pero la crisis económica y los errores de la derecha española actualmente en el gobierno, en la que se sigue notando la huella del discurso franquista, reabrieron el conflicto con los nacionalistas catalanes, encabezados por un demagogo seductor. No parece que la independencia de Cataluña pueda prosperar, pero sólo con un nuevo diseño constitucional, que reorganice de manera federal a España y la reconozca como en Estado plurinacional las amenazas de secesión podrán terminar.
En el Reino Unido el referéndum sobre la independencia de Escocia está en curso. Los defensores de la separación aducen que Escocia será más próspera sola pues tendrá los enormes ingresos del petróleo del Mar del Norte para sí, sin compartirlos con los odiados ingleses (odio por lo demás bastante artificial y azuzado de nuevo desde la política, más que resultado de una convivencia conflictiva). Recientemente la revista The Economist publicó una serie de artículos donde ilustra tanto lo fantasiosos que pueden resultar los cálculos de los independentistas como los enormes problemas que generaría para ambos países la ruptura.
No parecen sensatos ninguno de los dos proyectos de escisión; sin embargo el oportunismo político y la idiotez pueden llevar a su materialización, con consecuencias gravísimas para la estabilidad y la recuperación de Europa. Lamentablemente no se ve ni en Rajoy, presidente español, ni en Cameron, primer ministro británico, el talento para evitar que continúe el deterioro. Habrá que ver si en los electores resultan más razonables que los políticos.
Fuente: Sin Embargo