Es casi un lugar común afirmar que para tener una democracia de calidad, es necesario contar con ciudadanos en el sentido pleno del término, es decir, con sujetos capaces de ejercer sus derechos y participar activamente en los asuntos públicos. Los ciudadanos son un nutriente esencial para el adecuado funcionamiento de las instituciones democráticas que se diseñan no sólo para cumplir ciertas funciones, sino para contar con espacios de participación y de escrutinio social.

Después de prácticamente veinte años de democracia electoral en nuestro país, el Informe País sobre la calidad de la ciudadanía en México, presentado por el INE el pasado 16 de junio, plantea que nuestra ciudadanía atraviesa por un proceso de construcción que se caracteriza por la desconfianza en las personas y en las autoridades. La confianza interpersonal e institucional es un bien escaso, pues sólo el 30% de la población dice poder confiar en otras personas y el 36% en el gobierno, es decir, la competencia y la pluralidad que se han instalado en nuestro país no han redundado en cambios en la relación de las personas con sus gobernantes.

Basado en una encuesta nacional de educación cívica, levantada en 11,000 viviendas, que permite hacer un desglose regional y municipal específico, el estudio sostiene que las razones detrás de este déficit de confianza son, por un lado, el desencanto de la población con los resultados de la democracia y, por otro, la falta de vinculación de la población con redes sociales capaces de dotarlos de un sentido de eficacia política, es decir, de asumirse como sujetos con posibilidades para influir en las decisiones de los gobernantes para su beneficio propio.

Lo que llama la atención, en primer lugar, es que estos dos rasgos básicos de nuestra aún incipiente ciudadanía no son nuevos, es decir, no se forjaron al calor de los cambios que nuestro país experimentó durante la transición a la democracia, sino que han estado ahí, al menos desde los años de 1960, en que el estudio clásico de política comparada, The Civic Culture de G. Almond y S. Verba los identificó con precisión. Entonces, en el contexto de un régimen autoritario y de partido hegemónico, los autores caracterizaban a la cultura política de los mexicanos, justamente por un déficit de ciudadanía —de hecho se nos clasificaba como “súbditos”, más que como ciudadanos—, en función de dos características esenciales: la falta de confianza interpersonal e institucional y la incapacidad para incidir en los asuntos públicos (ineficacia política).

La desconfianza como resorte característico de una sociedad, como parece ser nuestro caso, es la condensación de una serie de problemas de la vida política. Si no existe el apego a la legalidad, que es un principio orientado a impedir la arbitrariedad y la impunidad; si no hay una aplicación puntual de las normas legales, castigos claros a quienes las violan, y responsables precisos por la inaplicación de las leyes, difícilmente podrán las personas percibir los beneficios de la cobertura general, objetiva y pareja del andamiaje legal. En este contexto, las personas no se sentirán inclinadas a acudir a las autoridades para reclamar servicios o derechos, ni a denunciar delitos, ni consecuentemente a participar en los asuntos públicos. No es casual, entonces, que la desconfianza sea una palanca de la ineficacia política. Si se duda de las instituciones y sus agentes, difícilmente se tendrá la convicción de que se puede tener injerencia en las decisiones de la autoridad.

Está claro que nuestra apuesta por una “transición votada” como la llamara Mauricio Merino ha sido claramente insuficiente para construir una ciudadanía no sólo política, sino integral, lo cual es un ingrediente esencial de una democracia de calidad.

Fuente: El Universal