Decir “la información es poder” es una verdad de Perogrullo. Y sí, lo es. Resulta que la información es medular para muchos aspectos de la vida social. Es el tuétano de prácticamente cualquier asunto público. A pesar de su importancia, o quizá sea más correcto decir, precisamente debido a ella, el tema de la información gubernamental suele enfrentar una paradoja: aquellos que la administran, la escamotean y la controlan no son sus dueños. Lo mismo sucede con los recursos públicos: las personas que gestionan el erario y toman decisiones sobre su destino en realidad lo hacen sobre algo que no es, ni de lejos, suyo. Pero la realidad es que poco sabe la ciudadanía sobre cómo se toman las decisiones y cuánto cuestan.

Muchos sostenemos que la gestión pública se ejerce al son del despilfarro. Con aquello de que las necesidades siempre serán muy superiores a los recursos disponibles no falta quien sugiera que no hay que satanizar la dilapidación del presupuesto. Entonces con la voz al cuello los cínicos nos tratan de convencer que de cualquier forma los sobresueldos no son la causa de la pobreza extrema de la gente y que los recortes a privilegios tampoco alcanzan para revertir las injustucias por si mismos, por poner dos simples ejemplos. En la mayoría de los casos, el gasto público es un acto propio de la patafísica de Alfred Jarry, algo lleno de soluciones imaginarias que sucede en un universo complementario.

Y todo esto es fuente de frustraciones. Más si nos atenemos al contexto histórico que vivimos, en el que las posiblidades y oportunidades para que los gobiernos divulguen información sobre su quehacer son prácticamente ilimitadas. Las alternativas pueden explorar desde la disponibilidad de información en formas creativas, la traducción de información presupuestaria altamente técnica en un lenguaje ciudadano o el desarrollo de plataformas electrónicas para divulgar información que es de interés particular. Pero esto no pasa o pasa rara vez.

En mi experiencia (sin tener en cuenta cuando existen intereses no legítimos o prácticas de corrupción), uno de los argumentos que frena a muchos gobiernos a dar un salto a prácticas más consistentes y profundas de divulgación de información gubernamental siempre es de carácter político. Son reflexiones basadas en la convicción de que los opositores o adversarios usarán la información para atacar y descalificar. En una escala mayor, se le tiene miedo a la reacción de actores que han vivido del presupuesto, como los medios de comunicación, sindicatos o sectores como el de la construcción. Entonces, lo mejor es no decirle a la ciudadanía cómo se gastan sus recursos.

Lo que no piensan (o no comprenden, no se sabe) estas personas es que si las instituciones se vuelven frágiles frente a la crítica, no sirven a la democracia. No se detienen a pensar que si los servidores públicos no toleran cuestionamientos o consideran su legitimidad en vilo cuando de ellos se habla, tampoco.

Algunas experiencias parecen revertir este orden de ideas. La página sobre transparencia presupuestaria de la Subsecretaría de Egresos del gobierno federal es, dicho sin tapujos, una referencia a nivel internacional. En Jalisco, la Subsecretaría de Planeación ha emprendido un proyecto de divulgación de indicadores de avance digno de admiración. El gobierno de Coahuila también ha implementado proyectos con un nivel de innovación tal que negarles reconocimiento o describirlos de otra forma que no sea como extraordinario, sería mezquino.

En esta positiva tendencia el gobierno de Oaxaca ha desarrollado dos plataformas que pueden ser un revulsivo en la forma que se divulga información pública. Una de ellas sobre el gasto en comunicación social y otra sobre la obra pública e infraestructura. Por supuesto que todos estos son apenas ejemplos aislados, pero sin duda pasos en la ruta correcta, la que le devuelve a la sociedad lo que es suyo.

 

Director de Fundar

Publicado en El Universal