Después de la graduación la fiesta se hace más grotesca. Los padres pagan un largo viaje por las ciudades con más nombre de Europa, para que celebren la hazaña de haber terminado la prepa. Hoteles 5 estrellas, limusinas y antros. Los consulados padecen a los jóvenes de la élite mexicana durante el verano. Su teléfono no para de sonar.
Todavía se recuerda al primero que orinó una llama votiva en París pero las anécdotas más vergonzosas no terminaron con él. Hay que sacarlos de la comisaría, pedir perdón a nombre del Estado mexicano, limpiar su nombre y el de sus padres.
Sus historias son narración frecuente en París, Madrid, Saint Tropez o Roma. Los litros de champagne consumidos en una sola noche: diez, quince, treinta docenas de botellas arrojadas sobre la pista del antro. El precio promedio de cada una: 100 euros, (alrededor de 2 mil pesos). No utilizan esa bebida espumosa para bañar la garganta sino el cuerpo entero. Las cuentas suelen ser exorbitantes pero la tarjeta de crédito las tolera.
¿Por qué los hijos de la élite mexicana se permiten el exceso? ¿Por qué su arrogancia y su indolencia? ¿Por qué su distancia con el resto? ¿Por qué su mediocridad? El problema no son las escuelas, me aclara una lectora de este diario, sino la indiferencia de los padres. Maestros y directores del Instituto Cumbres o del Colegio Irlandés han buscado dialogar con los progenitores de los chicos y sin embargo “es como dialogar con el aire.”
¿Por qué, de todas las desigualdades que imperan en México, resulta más ofensiva la que se expresa en el comportamiento de estos jóvenes?
No es fácil responder a esta pregunta y sin embargo vale la pena intentarlo. Una primera hipótesis: porque al resto de los mexicanos nos apena —nos duele— la asimetría. En cambio, entre la élite que vive en el Penthouse nacional no hay vergüenza. Ellos suponen que su riqueza la obtuvieron por derecho propio (un resabio de lo que en la era feudal se llamaba derecho divino).
Nadie, por envidia o resentimiento, ha de atreverse a cuestionarles. Son personajes orgullosos de su clase e identidad social. Me pide por redes sociales Daniel Meneses Salas que deje de polarizar: “Se ve que abusas del 97% de ignorantes del país, hechándole la culpa al otro 3%, mejor fomenta la lectura para salir adelante.” (Hay que subrayar que este promotor de la lectura escribe “echar” con “h”).
¿Qué puede esperarse de una escuela que en vez de impartir conocimientos ofrece como principal servicio educativo una red de conocidos? Para eso pagan colegiaturas estratosféricas ciertas familias mexicanas. Para que sus hijos hagan amigos y puedan seguir escribiendo la palabra “echar,” antecedida por la letra “h”, sin que con ello pierdan una sola de las oportunidades que su sociedad —tan generosa— les tiene prometidas.
Probablemente ésta sea la principal razón del encono. México es un país que brinda oportunidades de manera injusta. A pocos otorga muchas y a muchos pocas. Provoca rabia que justo esos, cuyas oportunidades son grandes, dilapiden lo que heredaron por obra del azar.
Tanto o más preocupa que vayan a ser esos mismos jóvenes —bautizados en champagne europea— los que más tarde gobiernen México.
Algunos de estos vástagos (cabe decir que los menos) son hijos de empresarios. Otros (la lista crece) son los descendientes de políticos corruptos o de mercaderes que hicieron fortuna al amparo del gobierno. Por último vienen los cachorros del narco. Los hijos millonarios del oficio mexicano más lucrativo de los últimos años.
Coinciden porque ninguno respeta la cultura del esfuerzo. Las tres descendencias se confunden en antros de grandes ciudades europeas. Son compañeros de juerga y festejan de la misma manera por ser la élite privilegiada de un país tan desigual.
Alguien en casa no les informó que su comportamiento en los videos o los viajes de graduación es moralmente inaceptable para un país que se pretende República. La moderación y la justa medianía son para ellos un concepto ajeno.
Vuelvo sobre el argumento de mi artículo anterior: el principal problema de México son sus élites. Pero los muchachos no son el síntoma principal de este mal, ellos son apenas su pálido reflejo.
Fuente: El Universal