La consecuencia más visible del nuevo régimen político, nacido a golpe de reformas constitucionales, es el agotamiento del federalismo. Quizás porque los conoció muy de cerca, el nuevo Presidente de la República no ha dudado un instante en restarle facultades a los gobiernos de los estados, aunque en ese trayecto también le haya obsequiado nuevos poderes a los partidos políticos.
Luego de la reforma política recién promulgada, los estados ya no tendrán preeminencia en la conformación de sus propios poderes. La elección de gobernadores, legisladores locales y ayuntamientos habrá dejado de ser una tarea organizada desde las entidades federativas para volverse una función controlada desde el nuevo Instituto Nacional de Elecciones. Toda la operación habrá de subordinarse a las decisiones de los integrantes del Consejo General de ese nuevo órgano autónomo y a las sentencias de los magistrados del Tribunal especializado en la materia. Los gobernadores ya no podrán influir en las elecciones locales (o al menos, por supuesto, ya no desde las vías legales que solían tener al alcance).
Por otra parte, al tomar posesión de sus cargos, los funcionarios locales que resulten electos tendrán al menos tres taxativas: tendrán que ejercer y registrar los recursos que obtengan por cualquier vía, en un sistema de contabilidad pública armonizado para todo el país, como secuela de la Ley General de Contabilidad Gubernamental; tendrán que documentar sus decisiones y acciones, de la naturaleza que sean, en un sistema nacional de archivos, derivado a su vez de la Ley General que se emitirá en los próximos meses; y tendrán que organizar y abrir toda la información que produzcan de conformidad con la reforma constitucional de transparencia que se promulgará esta misma semana. Muy pronto atestiguaremos, además, el nacimiento de un nuevo órgano nacional anticorrupción que podrá sancionar gobernadores y alcaldes a discreción, cuando considere que han abusado de sus poderes.
En otras palabras: a partir de este año habrá terminado, en casi todos sus aspectos fundamentales, la vieja autonomía de gestión de los gobiernos locales. Tal como se quería: gobernadores y alcaldes ya no podrán seguir usando el dinero público como patrimonio privado, sin registros confiables, sin documentos visibles, sin transparencia y sin rendirle cuentas a nadie. De paso, tampoco podrán influir con libertad plena para crear mercados a modo o facilitar negocios a sus amigos, pues los nuevos órganos reguladores del Estado podrán actuar de manera directa —tan pronto como tengan la legislación secundaria en las manos— para sancionar prácticas monopólicas o corruptas que afecten la libertad de competencia en la economía del país.
Sumo y sigo: la procuración de justicia habrá entrado a un nuevo territorio cuando desaparezca la PGR para dejarle su sitio a una nueva Fiscalía Autónoma, y los gobernadores ya no podrán iniciar discrecionalmente investigaciones penales, pues además de la facultad de atracción de aquella Fiscalía nacional, tendrán que sujetarse al nuevo Código de Procedimientos Penales válido para todo el país. Y sus actuaciones en materia de seguridad pública seguirán sujetas a las disposiciones del sistema nacional que, en caso necesario, le seguirá abriendo todas las puertas a las decisiones del Presidente. Y como ya vimos, las políticas generales de educación y salud, así como la evaluación de las políticas sociales en general, también habrán entrado al terreno del control federal (eso sí: cada vez que convenga y en la medida en que el Presidente disponga).
Se está muriendo, pues, el viejo federalismo. Todavía no sabemos si realmente es una buena noticia. Pero habrá que ir pensando seriamente en cómo lidiar con ese atributo periclitado de nuestra Constitución porque, tal como vamos, al llegar a su primer centenario habrá perdido ya todo sentido.