Hoy se cumplen cuatro meses de los trágicos sucesos de Iguala y sigue la descomposición de nuestra vida política, de las autoridades y de su relación con la sociedad y, desde luego, de los partidos que no se hacen cargo de que el asunto les atañe.

Aunque hay investigaciones en curso y culpables detenidos por secuestro y homicidio, el gobierno federal ha reaccionado como si se tratara de un asunto rutinario de criminalidad, sin asumir que Ayotzinapa ha trastocado su quehacer y que ello debía traducirse en un cambio en las prioridades de sus políticas públicas. El decálogo que el presidente Peña Nieto presentó para atender el desafío, que rebasa con mucho a la región y a los actores políticos de Iguala, ha avanzado en el tema de la justicia cotidiana porque se le encomendó al CIDE, una institución académica, que ha abierto foros para debatir con experiencias y testimonios concretos. Empero, no ha recibido la relevancia política que amerita, con una deliberación seria que involucre a los tres niveles de gobierno.

La situación crítica derivada de Ayotzinapa no puede desligarse de los escándalos por conflictos de interés. La resistencia del gobierno federal a atender las denuncias que involucran al Presidente y a su secretario de Hacienda por la compra de propiedades con empresas beneficiadas con contratos gubernamentales millonarios, ha ahondado la desconfianza de la sociedad en sus gobernantes.

El gobierno ha apostado a que es suficiente declarar que las casas se adquirieron legítimamente, como si fuera un problema de capacidad económica de los funcionarios y no de la identidad de aquéllos con quienes han establecido compromisos financieros personales. La lista de propiedades sigue creciendo y ahora se ha convertido en un objetivo de la prensa internacional que no sólo informa sobre las compras, sino que se suma a la reprobación al gobierno por no explicar los alcances y consecuencias de los posibles conflictos de interés.

El gobierno federal ha optado por el silencio, refugiado en la arrogancia del poder, en espera de que el tiempo entierre el reclamo de los familiares de los normalistas y que nuevos hechos delictivos desvíen el enojo de la opinión pública respecto de la conexión entre intereses privados y públicos que han sacado a la luz pública las casas presidenciales.

La descomposición de nuestra vida política ha alcanzado a los partidos que están volcados en las elecciones de junio próximo, como si la tragedia de Iguala sólo golpeara al PRD; como si la complicidad de gobiernos locales con el crimen organizado eximiera a algún instituto político.

El discurso del PRI se ha mantenido al margen de Ayotzinapa y de los conflictos de interés, como si no fuera el partido en el gobierno. Se ha comportado como actor político de segunda, pues ni ha propuesto esquemas de solución, ni ha convocado a reflexiones serias sobre las implicaciones del caso de Iguala sobre, por ejemplo, la deteriorada administración de la justicia en nuestro país.

El PRI se ha contentado con refrendar su carácter de maquinaria electoral, con mantener vigente su disciplina interna para la selección de candidatos, calculando que por estar a la cabeza de las encuestas electorales no tiene que preocuparse por la descomposición de la vida política. La arrogancia le hace olvidar que su posición se debe más que a la calidad de su oferta política, al deterioro y a las divisiones internas de los otros partidos.

Mientras el gobierno siga tratando de reducir la tragedia de Iguala a una investigación policiaca, que puede aislarse de los reclamos por abusos en la asignación de contratos públicos, empeñado en mantener a toda costa la prioridad de las reformas estructurales, como si las cosas no hubieran cambiado, la descomposición de la vida política seguirá ahondándose.

Fuente: El Universal