El nuevo presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Luís Raúl González Pérez, ha comenzado su gestión con una decisión que puede implicar un giro muy relevante en el papel relativamente deslavado que ha tenido ese órgano constitucional: la reclasificación de la recomendación sobre la matanza de Tlatlaya, donde los indicios apuntan a que integrantes del ejército ejecutaron a personas rendidas, como violaciones graves a los derechos humanos que deben ser investigadas de acuerdo a la facultad adquirida por esa comisión desde 2011 (antes era una atribución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación).

            La guerra contra las drogas declarada por Felipe Calderón —después renombrada como guerra contra la delincuencia organizada— involucró a las fuerzas armadas en tareas que constitucionalmente no son de su competencia en una escala desconocida por lo menos desde los tiempos de la llamada guerra sucia contra las guerrillas de los tiempos de la presidencia de Luis Echeverría. La actuación del ejército y la marina desde entonces ha sido el componente principal de la estrategia gubernamental, pues las capacidades necesarias de la policía federal para cumplir con sus cometidos siguen sin alcanzarse, incluso después de creada su división de gendarmería. El empeño de Calderón en enfrentar al narcotráfico al costo que fuera llevó a que las fuerzas de seguridad del Estado tuvieran carta blanca en sus actuaciones, a costa en muchas ocasiones del orden jurídico y de las garantías constitucionales de la población. El país se llenó de retenes militares, los patrullajes amenazantes comenzaron a proliferar en las ciudades y abundaron las noticias de los enfrentamientos entre los narcos y las partidas del ejército, primero, y de la marina más adelante.

            La legislación de seguridad nacional impulsada por el anterior gobierno no fue demasiado considerada con la constitucionalidad de sus preceptos y se convirtió en la versión mexicana de la Patriot Act de Bush contra el terrorismo. A pesar de que el gobierno insistía en que la mayoría de los muertos que estaba dejando la guerra eran producto de enfrentamientos entre las propias bandas de delincuentes, en descomposición como resultado de la exitosa estrategia gubernamental, no eran pocos los cadáveres resultantes de los choques entre las fuerzas estatales y los diferentes grupos de criminales. Tampoco faltaron las muertes provocadas por errores del ejército, la marina o las policías, que dispararon contra civiles indefensos como familias que cruzaban desprevenidas un reten.

            La actuación del ejército llamó la atención de los investigadores académicos antes que la de los periodistas. Fernando Escalante, Catalina Pérez Correa, Rodrigo Gutiérrez, entre otros, indagaron en los reportes de los hechos que involucraban a las fuerzas armadas y encontraron datos escalofriantes sobre la letalidad de sus intervenciones. La información recabada permitía inferir la existencia de comportamientos violatorios de los derechos humanos en nombre de una guerra proclamada como justa pero que ha demostrado ser desastrosa por su costo de vidas humanas y tremendamente ineficaz en su cometido de acabar o al menos reducir el mercado de drogas, mientras que tampoco ha dado buenos resultados en la contención de los delitos depredadores en los que se implican las bandas de la delincuencia organizada.

            Lo acontecido en Tlatlaya pudo ser uno más de los hechos en los que han intervenido las fuerzas armadas reportados como enfrentamientos con muertos en los que el marcador resulta apabullante a favor del bando estatal. La diferencia la marcó un reportaje de una revista norteamericana que recogía testimonios de testigos que declaraban que el ejército había llevado a cabo ejecuciones. Mucho se ha dicho de la enorme capacidad en armamento que tienen los delincuentes, pero a la hora de los balazos no son infrecuentes los casos en los que los soldados o los marinos ganan 20-0. Algo no cuadra en la narrativa de unas bandas delincuenciales dispuestos a todo, con rifles de asalto de última tecnología que cuando se enfrentan al ejército o a la marina resultan aniquilados. Desde luego que no se debe demeritar la vida de los soldados o marinos que han muerto en esta guerra, pero el hecho es que no parecen infrecuentes los enfrentamientos en los que no quedan detenidos ni heridos, sino cadáveres.

            La legitimidad de la violencia estatal radica —es indispensable repetirlo una y otra vez— en su apego a la legalidad, en el respeto de los derechos humanos y las garantías procesales. De ahí que la decisión del nuevo presidente de la CNDH de investigar lo ocurrido en Tlatlaya como violaciones graves a los derechos humanos sea tan importante. Lo  deseable es que no se convierta en un hecho aislado, sino que marque una tendencia que lleve a la comisión a investigar sobre las actuaciones habituales de las fuerzas armadas, porque un Estado democrático no pude permitirse que sus ejércitos actúen al margen del orden constitucional.

Fuente: Sin Embargo