Soledad Loaeza

La Secretaría de Gobernación y un grupo de legisladores están a punto de inaugurar una no muy original vía de control de la información que nos lleva, ya no digamos a la práctica bien establecida por el viejo PRI –y sobre todo de su disimulado fundador, Vicente Lombardo Toledano– de escribir historia sin archivos, sino de tener archivos sin historia, mudos, que en nombre de la protección de los datos personales han sido vaciados de contenido, o archivos cuyos tesoros se mantendrán 70 años bloqueados, fuera del alcance de los interesados.

En esto, como en muchas cosas más, vamos en sentido contrario adonde nos llevaba el ánimo democratizador de hace dos décadas. Entonces, al igual que los países que fueron miembros del bloque soviético en Europa, la apertura de los archivos policiales fue un aspecto integral del desmantelamiento del autoritarismo. Uno de los personajes más atractivos de la democratización alemana es Marianne Birthler, la directora del archivo histórico de la Stasi (Ministerium für Staatssicherheit), que llegó a esa responsabilidad luego de una larga carrera de defensora de los derechos civiles. La señora Birthler ha ejercido sus funciones a partir de esa experiencia: el acceso a esos archivos es un derecho de los ciudadanos, pues todos ellos tienen la facutad de leer el pasado como mejor les parezca, con o sin datos personales.

Fue en ese archivo donde el historiador inglés Timothy Garton Ash revisó su expediente y se enteró de que la novia que tuvo en la RDA, cuando hacía la investigación para su tesis de doctorado, era informante de la Stasi. Ese archivo nos dio la noticia dolorosa de que la escritora Krista Wolf también era informante de la policía; pero gracias a todos estos documentos ahora empezamos a conocer la perversidad del totalitarismo socialista alemán. Esa historia que hay que reconstruir y que hay que contar.

En México ahora, la discusión a propósito de la nueva Ley General de Archivos se ha desarrollado los dos últimos años entre funcionarios y políticos, que se han visto más obtusos de lo que pensábamos. Apoyadas en el argumento de que hay que proteger al ciudadano, las autoridades han empezado a retirar de los anaqueles de préstamo del Archivo General de la Nación (AGN)todo tipo de documentos, en vista de que el criterio datos personales se interpreta de cualquier manera. Así, por ejemplo, los expedientes de lo que fue la Dirección Federal de Seguridad, que habían estado a disposición de los investigadores, ya no lo están, porque hay que proteger los datos personales. De acuerdo, pero ¿con base en qué criterio? ¿Así, a rajatabla? No me quiero imaginar todo lo que cabe en el paquete de los datos personales, una prevención que suena a protección, pero ¿de quién? ¿Del PRI, de los priístas? Es demasiado tarde: con o sin archivos la sentencia ha sido dictada.

Las acciones de funcionarios y políticos en torno al AGN han provocado una justa reacción de los historiadores, que han protestado indignados contra una política de cerrazón que supone retroceso en la reconstrucción de nuestra historia y regresión a tiempos autoritarios, cuando había unos señores que interpretaban la historia a su manera, sin el estorbo de los hechos, y luego difundían lo que se ha llamado la historia oficial. Esa versión del pasado al servicio del poder no se limitaba a los siglos XIX y XX, sino que cubrió el horizonte temporal que se extiende hasta el México precolombino. Aunque me imagino que la preocupación por la información relativa a esa época es menor.

Si legisladores y funcionarios se salen con la suya, la historia de México volverá a ser lo que fue en el siglo XX: una sucesión unidimensional de acontecimientos perfectamente ordenados conforme a la lógica de una continuidad fatal. Por favor, nada de cambios. Entonces, ¿vamos a seguir contando la historia del PRI como lo hemos hecho hasta ahora, con base en la repetición de información que no puede ser comprobada, y que sustituye con prejuicios, opiniones y consejas la evidencia histórica que nos ofrecen los documentos de archivo?

Una de las respuestas que han recibido las protestas ha sido que la ley de archivos no tiene por qué responder a las necesidades de los historiadores, pero resulta que los archivos son la mina donde los historiadores obtienen la materia prima con que trabajan. Es como si le dijéramos a un lechero que la legislación sobre vacas no le concierne.

La historiadora francesa Arlette Farge publicó en 1989 un pequeño libro titulado El gusto por el archivo, que es una evocación del entusiasmo, del gozo que experimenta el historiador, la historiadora, ante los documentos de un archivo que dan voz a tantos y tantos personajes, que nos ponen en contacto con lo que hicieron, con la huella buena o mala que nos dejaron. Pero tienen razón. La ley no es para satisfacer a los historiadores; ahora bien, su objetivo tampoco es satisfacer a los funcionarios o a los políticos, a los que les interesa probablemente rescribir la historia. Sólo que ellos no necesitan documentos. Se saben de memoria la historia que quieren contar, y es la historia de las lagunas de Zempoala.

FUENTE: La Jornada