México se ha convertido en un país extremadamente violento, pero no sólo en el sentido físico de esta palabra. Otras formas de violencia se han ido extendiendo por todos lados. No sólo las vemos cada día en los diarios, sino que las padecemos y las reproducimos en casi todos nuestros espacios de vida en común. Y no es fácil sustraerse de ellas ni evitarlas, con ánimo pacifista.

Según la primera acepción del diccionario de la academia, lo violento es lo “que está fuera de su natural estado, situación o modo”, lo que implicaría que “lo natural” sería lo opuesto a las cosas violentas. ¿Pero cómo lidiamos con una situación que comienza a ser naturalmente violenta? Por supuesto que la más ostensible es la que han producido los criminales: los cárteles y las organizaciones que se disputan el trasiego de drogas y que han hecho de los secuestros, las extorsiones, la trata de personas y órganos y los robos un modo de vida próspero. Pero la forma de enfrentarlos también es violenta: desde el comienzo de la guerra incivil del sexenio pasado, el Estado no ha conseguido fijar otro método que el de oponer una fuerza mayor a la que ejercen los delincuentes. La violencia atajada al estilo romano: con otra violencia que busca ser superior, sin haber logrado, hasta ahora, volver al “estado natural” de las cosas.

 Pero también hay otras violencias que se han ido expandiendo. En un ejercicio escolar de política pública con los alumnos del CIDE, les propuse explorar las posibles salidas a cuatro problemas públicos que nos preocupan a todos: la inseguridad en los espacios locales, la situación de las personas de la calle, la discriminación y la corrupción. El grupo fue en busca de datos duros para definir las causas que explican esos problemas por separado, pero la conclusión que fue brotando durante las discusiones de sus hallazgos fue que todos esos problemas están imbricados. Son expresiones de la misma violencia que, a su vez, está conectada con las razones que han dado paso a los grupos de autodefensa, al bullyng o al desafío vital que supone salir a la calle y usar el transporte público. En todos los casos, la anomalía no consiste en ejercer o padecer la violencia, sino en ceñirse a las reglas. El “estado natural” que se ha ido extendiendo por todas partes es, más bien, el que preveía Hobbes ante la ausencia de Estado: el de la guerra de todos contra todos.

 Las nuevas familias que se han ido estableciendo en las calles —donde no hay papá, mamá e hijos, sino comunidades completas y abigarradas que, a un tiempo, se ayudan y se padecen unos a otros— son el resultado flagrante de la violencia social y familiar que expulsó a esas personas de cualquier otro modo de vida. Su “estado natural” no es volver a su casa, porque nunca la tuvieron ni tampoco podrán volver a tenerla; su casa es la calle y su situación natural es vivir como sea, junto a otras igualmente excluidas. A su vez, son discriminadas violentamente todos los días, mientras que los datos sobre exclusión y cierre social abundan entre las personas que se sienten ajenas al destino de los demás. Y al final, la inseguridad no sólo persiste y se expande por la presencia del crimen organizado, sino porque la ausencia de medios para incorporar a los marginados va generando cotos cerrados, que multiplican nuestro miedo a la convivencia.

Detrás de esas múltiples formas de la violencia está la que ejerce el poder corrompido: el usufructo de los dineros públicos, el abuso de la autoridad concedida, el reparto de privilegios presupuestarios y la negociación de la ley. Los medios “naturales” para oponerse a las que el diccionario considera anomalías, también se han convertido en vehículos de violencia. Por fortuna, todavía las reconocemos. Pero aún estamos muy lejos de haber encontrado el camino de vuelta hacia la “situación natural” en la que deberíamos vivir.

Fuente: El Universal