“Soy diputado federal, ¿me puedes detener? ¿me puedes detener?” con esa frase, el candidato a asambleísta por el PRI-PVEM, Fernando Zárate, agredió de un cabezazo a José Antonio Cuéllar Rodríguez, jefe de la Unidad Departamental de Regularización y Tenencia de la Tierra en Álvaro Obregón. La escena, captada la semana pasada con un teléfono celular, es testimonio de la prepotencia y la impunidad: blandiendo el arma del fuero, el candidato egresado del ITAM y de la Universidad de Columbia, golpea, humilla y vocifera. El video vuelto viral rápidamente generó tal indignación, que Zárate terminó por reconocer que no se justificaba el “exabrupto” pero que lo hacía por ayudar a la población de Tierra Nueva, una colonia nacida de paracaidistas solapados por políticos que desde hace 20 años viven la promesa incumplida de una vivienda digna.

Este episodio es apenas uno de los varios que conforman el lamentable espectáculo de las campañas electorales. Debates sin debate – como el de los candidatos a gobernador en Querétaro, Sonora, San Luis Potosí y Colima, el de alcalde en Monterrey y Oaxaca o el de Delegado a la Miguel Hidalgo; mensajes vacíos de proyecto político y declaraciones desafortunadas. La clase política descalificándose y a la vez representándose a sí misma en un monólogo interminable y en una lucha campal por las clientelas electorales.

La violencia ha cobrado la vida de siete candidatos y precandidatos, se ha manifestado a través de 34 casos concretos de amenazas de muerte, balaceras o secuestros exprés -sin que hasta ahora haya ningún detenido- o bien, se ha visto en grescas como la que protagonizaron los “Claudios” en Cuajimalpa.

Ante este escenario, es claro que las elecciones de junio no serán la “fiesta cívica” de la que ya nadie habla. Nada indica que serán las más participativas o las que traerán las grandes transformaciones. La política del escándalo y la descalificación han venido a colmar el hastío ciudadano y sin embargo, como Edgar Morín lo ha señalado, un sistema que no tiene los medios para procesar sus problemas está condenado o a la muerte (regresión) o a la metamorfosis. Resistiéndose a la muerte, tal vez, después de la elección, se pueda avanzar hacia “una política de la civilización” la cual requiere restaurar los lazos de solidaridad social, propuestas concretas para mejorar la calidad de vida pero sobre todo, caminar hacia una refundación ética para que sociedad y gobierno fomenten el círculo virtuoso del actuar responsable.