Entre los muchos nombramientos que debe procesar el Senado de la República —que se ha convertido en la pieza clave para la integración del nuevo sistema de instituciones autónomas del Estado— destaca el de la CNDH. Dado que la gestión de Raúl Plascencia concluye el próximo 15 de noviembre, sólo quedan seis semanas para decidir sobre su ratificación. Y no parece cosa menor que, hasta la fecha, no se haya emitido pronunciamiento alguno. En apenas mes y medio, el Senado debe evaluar de manera convincente la gestión de Plascencia para optar por su reelección o, en su caso, establecer las bases y el procedimiento para elegir a quien deba suplirlo.

Conviene recordar, al menos, dos antecedentes que inevitablemente marcarán esa decisión: el primero está en la fundación misma de la CNDH, que nació como una respuesta del gobierno de Carlos Salinas ante el reclamo —nacional e internacional— sobre la falta de medios institucionales del Estado mexicano para proteger los derechos humanos. Propios y extraños reconocen la influencia decisiva que tuvo entonces Jorge Carpizo en la concepción y en los primeros años de vida de ese órgano que, bajo su dirección, consiguió inscribirse en el texto constitucional.

Y no es trivial tener presente ese dato, pues la CNDH —que más tarde conseguiría su autonomía constitucional plena— no surgió como un organismo burocrático más, sino como una institución emblemática cuyos éxitos y fracasos habrían de responder en lo sucesivo, en buena medida, a la autoridad moral de sus titulares. Una condición que quedó de manifiesto más tarde, tras el nombramiento de Mireille Roccatti, cuyas credenciales personales fueron insuficientes para colmar ese requisito principal de la función a desempeñar y que hoy, otra vez, está en duda.

La evaluación que haga el Senado de la República sobre el desempeño de Raúl Plascencia no podría omitir ese dato, a riesgo de cometer un error garrafal. No sería razonable evaluar su desempeño —ni de quien eventualmente viniera a sustituirlo— como si se tratara de un miembro más del servicio profesional de carrera, con datos cuantitativos y burocráticos plasmados en un formato de ventanilla.

No sólo porque los orígenes marcan —y los de la CNDH siguen vigentes—, sino porque pese a que en 2011 se promulgó la más ambiciosa reforma constitucional que haya conocido México en materia de derechos humanos, ese cambio en las normas fundacionales del país no produjo efectos de igual magnitud en la vida cotidiana de la sociedad. Esa reforma —segundo antecedente a tomar en cuenta— pasó más o menos inadvertida, entre otras razones, porque la CNDH conducida por Raúl Plascencia prefirió mantener un perfil bajo y políticamente prudente, cuando estaba llamada a protagonizar la más amplia pedagogía pública de la historia de los derechos humanos, con todos los recursos que ha tenido a su alcance —y que, dicho sea de paso, no han sido precarios—. En cambio, la CNDH prefirió transitar por una ruta discreta, justo en los años en que se desató la mayor violencia que haya vivido México desde el final de la Revolución Mexicana y cuando tuvo en sus manos, como nunca antes, la autoridad jurídica y los medios de sobra para actuar con valentía en contra de ese proceso. Pero no lo hizo.

El Senado ya ha dado pruebas notables de su sensibilidad para procesar otros nombramientos. No ha sido ajeno a la influencia política del Ejecutivo —ni podría obviarla—, pero también ha sabido mediar con éxito entre las preferencias de Los Pinos y el pulso social y político del país. Sin embargo, ahora tendrá uno de los mayores desafíos en la búsqueda de ese equilibrio: ratificar a un defensor de los derechos humanos que ha sido dúctil y cómodo para quienes ejercen el poder político del país, o buscar a alguien que le devuelva a la CNDH la potencia, la eficacia y la confianza que está reclamando esta nueva etapa de la vida de México.

Fuente: El Universal