¿Qué pasó en Iguala? Entre la estupefacción que ha provocado lo que casi sin lugar a dudas ha sido una masacre de estudiantes —la esperanza de encontrar vivos a los normalistas es remota—, se han difundido decenas de conjeturas y suposiciones, desde las más serias hasta las totalmente descabelladas, todas en medio del pasmo de las autoridades. El crimen horrendo —intolerable en un país supuestamente democrático con un Estado de derecho— muestra la gangrena de un arreglo político que históricamente ha compensado su incapacidad para construir un orden jurídico eficaz con pactos de tolerancia a la desobediencia y con concesiones de control territorial a grupos que imponen sus propias reglas a partir de la utilización privada de la violencia.

            Lo que ocurre ahora en Guerrero no es nuevo. Es la expresión descompuesta de una manera de ejercer el control político en el ámbito rural, mediante la cual la autoridad formal del Estado ha sido un instrumento para que los grupos depredadores con ventaja en la violencia de alcance local ejerzan su dominio sin contestación. El Estado mexicano se construyó en el campo, desde el final de la guerra de intervención francesa, pero sobre todo después de la Revolución, con base en pactos entre los grupos que controlaban arbitrariamente territorios. La legislación formal ha sido administrada e interpretada por caciques y hombres fuertes locales, que han ejercido el poder de manera patrimonial en sus zonas de influencia. Bandidos que controlan territorios y que durante décadas operaron bajo el manto protector del PRI, lo que les permitía formalizar su dominio en nombre del Estado nacional.

            Estos diversos grupos, articulados en un arreglo mafioso, han ejercido su poder de manera arbitraria y en provecho de sus intereses particulares sin escrúpulos y sin más límite que el de la disciplina partidista. En cada territorio cualquier negocio, legal o ilegal, requería del visto bueno del hombre fuerte del lugar, en un arreglo donde la ley no ha sido más que una carcasa formal para negociaciones particulares. Fue dentro de las fronteras de ese arreglo que durante décadas floreció el narcotráfico, regulado a través de los mecanismos informales de mantenimiento de una relativa paz que el pacto político establecía.

            Los caciques rurales, formalizados como presidentes municipales o como funcionarios de los gobiernos estatales, o a veces sólo como hombres fuertes alineados con el PRI, también han ejercido su poder para contener y reprimir las demandas sociales en un ámbito rural de marginación y miseria; los reclamos campesinos, los litigios de tierras, los enfrentamientos entre comunidades se resolvieron durante décadas con la violencia paraestatal. Si el movimiento de 1968 conmocionó por la brutalidad con la que se enfrentó al movimiento estudiantil, en las zonas rurales del país las matanzas no fueron excepcionales durante las décadas de la Pax mafiosa de la época clásica del PRI. Guardias blancas al servicio de los hombres fuertes regionales que asesinaban a cualquiera que no se sometiera a la disciplina clientelista del orden rural construido a partir de la década de 1940.

            El estado de Guerrero ha sido uno de los territorios donde este arreglo se ha mantenido casi intacto. Lo que cambió fue que la disciplina monolítica del PRI de otros tiempos se quebró y se abrió una opción de salida, con lo que los mecanismos centralizados que regulaban los excesos se perdieron. La forma de gobernar de Ángel Aguirre no ha sido otra que la tradicional del orden rural de los tiempos monolíticos, sólo que ahora lo hace en nombre del PRD. Sin embargo, el arreglo se ha ido pudriendo; la guerra de Calderón rompió parte de las redes de complicidad sin sustituirlas por un orden legal racional, mientras que ahora es mucho más difícil ocultar los usos y la violencia caciquil.

            Todas las hipótesis respecto a lo ocurrido con los estudiantes de la escuela de maestros rurales de Ayotzinapa son aterradoras. La predominante es la del alcalde narco, ya sea como agente o como cabeza del cartel que controla la zona; sin embargo, esa teoría no explica por qué habría ordenado asesinar a los estudiantes, a menos que los hiciera en cumplimiento de algún contrato de protección establecido con alguno de los agraviados por las formas de protesta de los normalistas, que frecuentemente han afectado a privados, como los transportistas dueños de los autobuses secuestrados una y otra vez. La matanza, en ese escenario, habría sido el resultado aberrante de una situación general de ausencia de legalidad, donde la protección tiene que ser comprada a organizaciones particulares, con todo el exceso que ello tiende a implicar, ante la incapacidad del Estado de cumplir con su función básica de garantizar protección sin desmesuras.

            Otra teoría, ésta manejada por el inefable René Bejarano, no es menos espeluznante: de acuerdo a sus dichos, los policías habrían ejecutado a los estudiantes porque no les aclararon que no eran de los malos. Es decir, que la actuación policiaca podría haber sido presentada como resultado de un enfrentamiento entre “narcos”, pero con la mala pata de que los asesinados no eran “narcos”. De probarse esta hipótesis se mostraría de manera descarnada la “gobernabilidad” desarrollada por la guerra contra las drogas: ejecuciones extrajudiciales como mecanismo de contención del crimen organizado, en la misma línea de lo ocurrido el Tlataya.

            De cualquier forma, lo único que nos queda es clamar, como Kurtz en El corazón de las tinieblas: “el horror…”

Fuente: Sin Embargo