Aunque este sexenio ya está en su ocaso, nunca será demasiado tarde para poner en marcha reformas que perfeccionen la producción y el acceso a la información que genera el gobierno. Y menos aún cuando se acercan los procesos electorales y se multiplican las tentaciones de usar los presupuestos autorizados para ganar votos. Por eso llama la atención que la agenda de la transparencia, entendida al menos como la disponibilidad de información completa, detallada y accesible sobre la forma en que los gobiernos van gastando el dinero público y van cumpliendo con sus obligaciones presupuestarias, no sea una de las mayores prioridades políticas para los partidos que se disputarán el poder en las elecciones de 2012.

En lugar de esa agenda, lo que parece consolidarse es la dinámica de las acusaciones mutuas derivadas de la falta o las deficiencias de información. Hoy se disputan los datos sobre la deuda pública con tanto ahínco como la necesidad de controlar con mayor vigor los gastos de estados y municipios en materia de seguridad pública o la de fijar los mismos parámetros de exigencia para vigilar sus programas sociales, etcétera. Pero con las elecciones presidenciales encima, es de esperarse que no sólo crezca la disputa por los dineros del presupuesto sino los juegos de estrategia entre partidos para reprocharse la falta de transparencia y los abusos cometidos por sus gobiernos. Así que, en lugar de un acuerdo de fondo para atajar de una vez por todas la ausencia de información y la falta de rendición de cuentas, los partidos y sus gobiernos prefieren pelearse en la oscuridad, dispuestos a encender luces según les convenga, en función de los imperativos de cada elección.

En cambio, los ciudadanos nos vamos enterando a retazos, de manera fragmentaria, compleja y muchas veces coyuntural. Lo poco que se ha ganado se debe, en buena medida, a la presión sistemática que han venido haciendo el IFAI y los órganos de transparencia de los estados —aunque no todos ni en condiciones iguales—; a la fiscalización que realiza la Auditoría Superior de la Federación, al compromiso democrático de algunos funcionarios más o menos aislados —que también los hay— o a la tenacidad de los medios que consiguen arrancar información que de otra manera seguiría oculta. Pero todos esos esfuerzos, aun a despecho de su valor, son insuficientes porque no se han articulado en torno de una verdadera política de rendición de cuentas en el país.

La semana próxima —lunes 22 y martes 23 de agosto— la Red por la Rendición de Cuentas (integrada por 40 organizaciones de la sociedad civil, la academia y las propias instituciones públicas dedicadas al tema) se reunirá en el hotel Meliá de la ciudad de México para discutir las causas de esa carencia y para seguir pugnando por una definición compartida. Quienes formamos parte de esa red —que nació de una iniciativa del CIDE, donde se hospeda— sabemos que habrá resistencias pasivas y activas a la idea misma de producir una política articulada y coherente de rendición de cuentas, que no faltará quien busque dar gato por liebre para salir del paso y esquivar la exigencia de fondo o quienes de plano ni nos vean ni nos oigan. Son respuestas muy practicadas por nuestros gobiernos: hacer como que hacen, para seguir sin hacer.

Pero la sola convocatoria a ese seminario —compartida en esta ocasión por el IFAI y la Red— es ya una buena noticia: un esfuerzo maduro, bien documentado y abierto, para insistir en la importancia de definir el problema en el que estamos metidos ante la ostensible falta de rendición de cuentas en México. Y la vez, para proponer cuanto antes los elementos que debería tener una política de esa naturaleza: el remedio y el palito, como diría el clásico, para no seguir fragmentando definiciones, normas, instituciones y esfuerzos, ni seguir confundiendo la entrega de información a modo (y de cualquier modo) con la enorme responsabilidad pública que supone rendir cuentas en serio.

No será una tarea que se agote en este sexenio: es demasiado compleja para culminarla en el brevísimo plazo de un año, pero podría comenzar por fijar un acuerdo sensato y posible de información pública con la vista puesta en el 2012 y válido para todos los niveles de gobierno —cosa que es técnicamente posible—, para que vaya quedando claro quién esconde la mano y en qué rubros, y quién da la cara. No faltarán los abusadores de siempre, incumplidos o mentirosos. Pero pactada la lista de información pública, sabríamos de quiénes se trata y podríamos castigarlos a tiempo, es decir, precisamente en las elecciones siguientes.