Un tema gana preeminencia en el debate público mexicano: si necesitamos instituir en el país un mecanismo, una instancia conformada por profesionales externos, para que se encarguen de los temas abiertos más difíciles en materia de justicia en nuestro país. El que la idea comience a to-mar vuelo muestra la insatisfacción que nuestras instituciones nos ofrecen y la poca fe en que podemos transformarlas nosotros desde adentro.

El referente es la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), conformada a finales de 2006 por petición del gobierno de aquel país a las Naciones Unidas. La instalación de dicha comisión y su trabajo continuado ha permitido llevar a la justicia a funcionarios de distinto nivel y diversos orígenes, y tiene bajo proceso al extitular del Ejecutivo de nuestro vecino del sur. Sin duda, este es un recurso de última instancia. De cuando las aguas llegan a los aparejos y no hay otra salida posible. La pregunta es si nosotros hemos llegado a ese nivel.

El trabajo y la trayectoria de la CICIG es sumamente interesante en tanto consistió en la conformación de un grupo de profesionales de la justicia de probada integridad y experiencia cuyo mandato era la investigación de casos particulares, pero también la de profesionalizar paulatinamente a los órganos del Estado, encargados de la justicia en aquel país. Dos fueron (siguen siendo) elementos centrales para que este mecanismo pudiera funcionar: capacidad e independencia. Lo primero, en una fase inicial, se tomó prestado de este grupo de fiscales y policías externos; lo segundo, fue una decisión política de la mayor envergadura.

La CICIG se está convirtiendo en un referente en nuestro debate por el entuerto en el que estamos. Por Ayotzinapa, primordialmente, pero también por los hechos de corrupción que han manchado a esta administración. Ambos casos han ameritado la actuación de las instituciones del Estado mexicano encargadas de hacerlo. En ambos casos, los resultados de las pesquisas han sido insatisfactorios para todos. La percepción de una mayoría de mexicanos es que las instituciones no sirven (o sirven para unos cuantos) y no acabamos de calibrar las consecuencias de que la insatisfacción e incredulidad prevalezcan en nuestro ánimo. Quizá el presidente Peña lo intuye, de ahí su alerta a salidas falsas, lo que ameritó un espacio en su último informe de gobierno.

La pregunta para nosotros es, si tenemos la capacidad para reformar nuestras instituciones, particularmente las de justicia que son las más rezagadas. Y si lo podemos hacer de manera endógena. O, por el contrario, si necesitamos la intervención de instancias internacionales que sirvan para romper inercias, profesionalizar las instancias de justicia e imprimir credibilidad en nuestras desgastadas instituciones.

Veo tres oportunidades en lo inmediato para probar de qué somos capaces. La primera es Ayotzinapa. Es positivo que el gobierno se muestre dispuesto a abrir la investigación y no se haya aferrado a su “verdad histórica”. Es una oportunidad, porque con la oferta de establecer una fiscalía especializada para la atención del caso, puede conformar este núcleo de profesionales de la justicia, que lleve a cabo una investigación a fondo, sin encomienda de encubrir a nadie. Poner al servicio de este caso a las mejores mujeres y hombres con las que cuenta la justicia mexicana y discernir de la mano con el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes la calidad de la investigación que se realizó y llegar a la verdad que merecen los padres de las víctimas y los mexicanos todos.

Una segunda oportunidad tiene que ver con el sistema anticorrupción en ciernes. Estamos por entrar en un proceso de rediseño institucional muy complejo que puede resultar inútil si no existe un compromiso político previo: el de limitar el abuso del poder por la vía de instituciones que sirvan de contrapeso y vigilancia al ejercicio del mismo. En esto el rediseño normativo será clave, como también lo serán las personas que nombren para encabezar a las instituciones que conforman el andamiaje anticorrupción que se construye. Particularmente relevante será el nombramiento del fiscal anticorrupción y del fiscal general cuando la reforma entre en vigor. En estos nombramientos va la credibilidad y profundidad del cambio que se pretende.

Por último, pero no menos importante, está el próximo relevo en la Suprema Corte de Justicia. Si estos nombramientos se negocian como baratijas de mercado,  el desgaste de la institución y de su credibilidad puede ser superlativo. Y estaremos atentando contra una de las piezas clave de la democracia mexicana.

Todavía pienso que podemos hacernos cargo de nuestros males a partir de nuestros propios medios. Que tenemos capacidad para hacer lo que la CICIG hizo en Guatemala. Fortalecer capacidades en las instituciones de justicia y ponerlas a trabajar en un ámbito de independencia. Espero no equivocarme.

Fuente: Excélsior