Es casi un lugar común afirmar que América Latina es una de las regiones en donde se registran los niveles más elevados de corrupción en el mundo. De acuerdo con el índice de Transparencia Internacional, en el último año, 11 de los 18 países de la zona empeoraron su calificación en la percepción sobre corrupción y el caso de México fue notorio porque cayó del lugar 95 al 123 de la lista de 176 países considerados.

La gravedad del fenómeno de la corrupción y sus impactos nocivos sobre las distintas ramas de la vida social han llevado a buena parte de nuestros países a emprender reformas legales e institucionales para atajarlo. En este contexto, resultan ejemplares las ocho medidas anunciadas la semana pasada por el presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, porque buscan atacar las diversas aristas de la corrupción.

PPK, como le dicen popularmente, se comprometió a desplegar un cambio radical para “ordenar y limpiar la casa y poder hacer las obras que hemos prometido de manera honesta…” y vale la pena revisarlas: 1) elaborar un decreto legislativo para que las empresas condenadas por corrupción ya no puedan contratar con el Estado peruano; 2) decretar la “muerte civil” (inhabilitación) para los funcionarios corruptos; 3) que los contratos de concesión del Estado incorporen la “cláusula anticorrupción”; 4) triplicar el presupuesto de la Fiscalía para atrapar a los corruptos; 5) crear un sistema de recompensas para funcionarios y ciudadanos que denuncien actos de corrupción; 6) cobrar la garantía de 262 millones de dólares por el incumplimiento del contrato de la empresa brasileña Odebrecht, acusada de pagar sobornos a autoridades para conseguir contratos públicos en 10 países latinoamericanos y licitar un nuevo contrato para continuar el gasoducto; 7) obligar a los miembros de su gabinete a publicar su información personal, de acuerdo con la recomendación de la Comisión de Integridad y convocar al resto de las autoridades a hacer lo mismo; 8) impedir que las empresas sentenciadas por corrupción transfieran dinero fuera de Perú, sin antes cumplir con los adeudos a trabajadores y proveedores y asegurar la reparación al Estado peruano.

Hay que destacar que el pronunciamiento presidencial asume que le toca al Estado emprender acciones drásticas en contra de la corrupción y que éstas deben castigar tanto a funcionarios públicos (inhabilitándolos) como a empresas contratantes (cancelando cualquier posibilidad de trabajar para el Estado) que hayan incurrido en actos de corrupción. De otra parte, dado que buena parte de los casos de corrupción se identifican a partir de denuncias de personas dentro de las propias entidades públicas, se plantea crear un sistema para protegerlas frente a represalias de sus superiores jerárquicos, e incluso para recompensarlas por hacerlo. También, es indispensable reforzar las capacidades institucionales de los encargados de investigar y atrapar a los corruptos, de ahí el compromiso presidencial de triplicar el presupuesto de la Fiscalía, que es pieza clave.

Si comparamos estas medidas lanzadas por el presidente peruano con nuestro nuevo modelo del sistema nacional anticorrupción, veremos que ya contamos con el diseño normativo apropiado y sólo faltaría la determinación del gobierno para emprender acciones semejantes y responder así al profundo malestar social que existe. Es cierto que las condiciones en las que se encuentra el presidente peruano son particulares, porque Kuczynski asumió el poder hace apenas 6 meses, lo cual le permite echar mano del bono democrático. En cambio, el gobierno mexicano está al final de su mandato y con niveles bajísimos de aceptación ciudadana. Empero, quizás justamente por esas razones, valdría la pena que Peña Nieto tomara el ejemplo de Perú para liderar, ya, una cruzada en contra de la corrupción y la impunidad.

Fuente: El Universal