Cuando colaboraba con el gobierno socialista español, Ludolfo Paramio solía decir que “cada gobierno ha de tener el Estado del bienestar que efectivamente pueda financiarse”. Era un llamado, a un tiempo, a la contribución solidaria entre la sociedad y a la responsabilidad fiscal de los gobiernos. Si alguna de estas dos piezas no se cumple o fracasa en el camino, los Estados simplemente no pueden sostener su oferta de ayudar a cada ciudadano a lidiar con sus múltiples carencias.

De hecho, las advertencias de Paramio acabaron convertidas en una predicción hacia el final del gobierno socialista —en el que ya no participó activamente— y en una explicación del principio de la crisis europea: tras la explosión de la burbuja del 2008, las administraciones públicas fueron incapaces de financiar las promesas de bienestar que los habían llevado a gobernar. El golpe fue mucho peor que la crisis energética que desafió sus esperanzas en el último cuarto del siglo anterior y todos los gobiernos de Occidente acumularon facturas gigantescas —sociales y políticas— que todavía no acaban de pagar.

El desequilibrio ha sido explicado con detalle y debatido hasta la saciedad por los economistas que, sin embargo, no han acabado de asumir la existencia de los sistemas políticos y burocráticos de esa explicación: de un lado, la insistencia tenaz de las teorías conservadoras que abjuran de cualquier intento de incrementar los ingresos del Estado, porque creen sinceramente que los gobiernos son parte del problema y no la solución —como lo sostuvo Reagan cuando presidió la Unión Americana y como lo han defendido con vehemencia los actuales adversarios de Obama—; y de otro, la persistencia de las zonas de autoridad de los burócratas que se aplauden a sí mismos, sin ofrecer razones suficientes para justificar los gastos que les permiten mantener sus oficinas. Sótanos que no responden a criterios económicos sino políticos: a la pugna eterna por incrementar y mantener el mayor poder posible.

Todo esto viene a cuento porque en México estamos ya en las vísperas de ver cómo se despliega ese debate en nuestros territorios, bajo el mismo argumento que sintetizó Paramio: si el gobierno quiere cumplir las promesas de bienestar que ha formulado, no sólo tendrá que buscar la forma de pagarlas, sino que estará obligado a enfrentar tanto las presiones de quienes se negarán a incrementar su solidaridad y sus contribuciones con el resto de la sociedad —cobijados bajo el argumento de que los mercados siempre son mejores que cualquier oferta del Estado—; como el poder de los burócratas que se resistirán a abandonar sus zonas de seguridad y querrán seguir gastando como siempre: sin rendir cuentas francas del dinero empleado y sin ofrecer resultados suficientes.

De hecho, buena parte de las ofertas formuladas en el Pacto por México depende de la forma en que se solucione la capacidad de financiarlas. Pero su mayor riesgo no es sólo la polarización que puede despertar ese debate tan pronto como se presenten formalmente las iniciativas destinadas a incrementar los ingresos del gobierno —a través del IVA generalizado, de la cancelación de las excepciones fiscales para un puñado de privilegiados y de la apertura de las inversiones petroleras—, sino que la tarea se quede a la mitad y el gasto público siga capturado por los intereses inmediatos de las burocracias. Si el gobierno consiguiera persuadir a los legisladores sobre la importancia de cambiar las bases del financiamiento público, sin ofrecer a cambio nuevas formas de ejercer el gasto, solamente habría aplazado el estallido de la bomba.

Los debates que vienen al volver de vacaciones no deben darse sin apreciar los dos lados de la fórmula. De momento, ya sabemos las rutas que se han diseñado para juntar el cochinito, pero todavía estamos lejos de saber qué se propone para evitar el cochinero.

Investigador del CIDE

Fuente El Universal