Hace tiempo utilicé, en este mismo espacio, la metáfora de la fontanería para explicar los defectos de los medios institucionales que tenía el país para combatir la corrupción: un conjunto de tuberías desconectadas entre sí que, en lugar de sacar el agua sucia, la estancaban; y que, en lugar de inyectar la limpia, la desviaban. El diagnóstico nos decía que la fragmentación de los órganos encargados de garantizar una administración pública honesta y eficiente explicaba buena parte de la discrecionalidad, la opacidad y los abusos cometidos por nuestros gobiernos.

Esa metáfora sigue siendo válida, pero admito que me quedé corto. Por supuesto que es urgente conectar las tuberías institucionales para conseguir que el control interno y las auditorías externas produzcan inteligencia institucional; para asegurar que la información sea utilizada para vigilar la gestión pública y detener los patrones sistemáticos de negligencia o corrupción; y para establecer una línea de certeza entre esos casos y las sanciones que deben aplicarse a quienes se corrompen. Es absurdo que las instituciones que hoy tenemos sigan actuando por su cuenta, sin establecer una línea de continuidad entre ellas, ni una conexión eficaz con la sociedad.

Sin embargo, los problemas que enfrenta la administración pública de nuestros días son todavía más básicos y, por ello, aún más graves. De entrada, carecemos todavía de un servicio profesional que garantice el mérito como único criterio de incorporación a los puestos públicos de todos los órganos y niveles de gobierno. El reparto de cargos por razones de afinidad personal o cercanía política sigue siendo la pauta principal para seleccionar al personal. Pero, además, los catálogos y la descripción fiel de los puestos a ocupar en casi todas las administraciones públicas se mantienen como una gran incógnita. En general los puestos se ocupan porque existen, porque “se necesita gente” o porque quien tiene más saliva traga más pinole, no porque respondan a un análisis organizacional indiscutible.

Por otra parte, la gestión de documentos está entrañando un desafío monumental para los gobiernos de toda la República. Si no han cumplido con las obligaciones que les exige la Ley General de Transparencia no es tanto porque no quieran, cuanto porque no pueden: las oficinas públicas no están habituadas a documentar todo lo que hacen o deciden, ni tampoco a gestionar sistemas de archivos que registren oportuna y claramente cada una de las tareas que emprenden. No es casual que la norma más demorada del nuevo Sistema Nacional de Transparencia siga siendo, por increíble que parezca, la Ley General de Archivos.

La mayor experiencia acumulada está quizás en el ejercicio cotidiano de los presupuestos públicos. Pero aún esta actividad está cruzada por la improvisación: los gastos programados y autorizados casi nunca se corresponden con los ejercidos al final del año, mientras que los procesos de contratación de obras y de adquisiciones gubernamentales siguen atravesando por tal cantidad de imprecisiones técnicas, que la regla general es que los gastos originalmente previstos deben ajustarse sobre la marcha.

La fontanería que necesita nuestro régimen para funcionar de manera más o menos eficiente y eficaz, honesta y transparente, no consiste solamente en conectar las tuberías que operan de manera fragmentaria, sino que también requiere tapar los hoyos que deterioran cada tubo. Nos equivocaríamos mucho si achacáramos todos los defectos de nuestros gobiernos a la mala fe de los burócratas. Por supuesto que la captura de los puestos y de los presupuestos es una de las causas principales del caos en que vivimos. Pero bajo ese cascarón político hay una miasma administrativa que bloquea a la democracia. De modo que, aunque la plomería sea un oficio ingrato, más nos vale sacar las herramientas.

Fuente: El Universal