Ayer leí con mucha alarma las declaraciones del senador Pablo Escudero, quien preside la Comisión Anticorrupción de la Cámara Alta. Entre otras cosas, dijo: “No hay ningún irreductible para los presidentes de las comisiones que vamos a dictaminar (la Ley General de Transparencia). Nosotros seguimos escuchando”. ¿Por qué mi alarma ante esa afirmación con tonos democráticos? Primero: porque a diferencia de lo que opina el Senador, sí hay irreductibles y éstos ya están plasmados como derechos inalienables en la Constitución; y segundo: porque no es lo mismo escuchar a las agencias que garantizarán el cumplimiento de un derecho establecido, que a los entes responsables de obedecer el mandato constitucional.

El argumento que esgrime el Senador, según el cual debe escucharse a todo el mundo, adolece de un defecto grave: pone en el mismo plano a los poderosos intereses de quienes se oponen a la más amplia transparencia desde sus oficinas de gobierno —aun en contra del principio de máxima publicidad ya escrito en el Artículo Sexto de la Carta Magna— que las preocupaciones razonadas de quienes integran los órganos garantes del acceso a la información en toda la República o las mejores prácticas propuestas por las diversas organizaciones de la sociedad civil que han pugnado por la transparencia durante años. No es lo mismo escuchar las resistencias burocráticas de los sujetos obligados, que las razones de los garantes del derecho ya ganado. Y mucho menos, suponer que la representación política de la sociedad en su conjunto debe doblegarse sin más al peso de una balanza cargada por el peso del Poder Ejecutivo.

El escenario donde estas declaraciones sucedieron no tuvo desperdicio: en el recinto del Senado de la República, donde varias organizaciones sociales y académicas habían venido trabajando de manera inédita con el grupo de senadores que antes impulsaron exitosamente la reforma constitucional y la renovación abierta del IFAI, aparecieron en la misma mesa los comisionados del órgano garante y Humberto Castillejos, el consejero jurídico del presidente Peña Nieto, quien desempeña el rol exacto de abogado del diablo. En esa mesa ya no estaban las organizaciones de la sociedad civil. Pero los comisionados llevaron un “decálogo” que representa los principales argumentos que hemos señalado muchos, advirtiendo sobre las regresiones que podría sufrir el derecho a saber si el Senado se rindiera, en este tour de force, a los alegatos levantados por el equipo jurídico del Presidente.

Supongo que cada quien ha de jugar su juego. Pero en este caso los papeles están mal repartidos: si algo no necesita el presidente Peña Nieto en esta hora es la imagen de un político que se niega a garantizar el derecho fundamental de acceso a la información y que, opuesto a la máxima publicidad, es capaz de enviar a sus mejores abogados a hacer lobby al Senado en contra de los órganos garantes de la transparencia en el país y en contra de las organizaciones sociales que han venido pugnando por esas garantías. ¿Quién le aplaudirá al Presidente si, tras estas deliberaciones desiguales, triunfan los partidarios de la opacidad? ¿Sus propios colaboradores, sentados en las oficinas pagadas con el erario público que se niega a revelarse por completo?

Por su parte, el IFAI autónomo se está jugando su futuro. Hizo bien al hacer públicos sus argumentos y hará mejor si no se limita a cumplir ese expediente, mientras espera sentado que todos los demás partidarios de la opacidad sean escuchados. Pero será el Senado quien tendrá la última palabra de esta ronda: presionado por dos polos opuestos, si de veras quisiera apoyar al Presidente y ponderar en su justa dimensión los argumentos presentados, tendría que optar por el mayor beneficio para la sociedad y por las mejores razones para consolidar la democracia. Flaco favor le harán al país desencantado si se rinden.

Fuente: El Universa