La primera parte del título de este artículo, que también es la primera parte del título del informe de Human Rights Watch da cuenta del doble desacierto de la estrategia de seguridad de la actual administración federal. Tal y como consta en la publicación y es evidenciada en amplitud, esta política ha fracasado en dos aspectos: a contrapelo de lo esperado, la violencia se ha incrementado drásticamente, pero además, lo mismo ha ocurrido con las violaciones graves de derechos humanos.

“En vez de fortalecer la seguridad pública en México -dice esta organización internacional-, la “guerra” desplegada por (Felipe) Calderón ha conseguido exacerbar un clima de violencia, descontrol y temor en muchas partes del país”.

Respecto al segundo fracaso, que es el que llama la atención de Human Rights Watch, la numeralia registrada es alarmante: más de 170 casos de tortura en los estados de Baja California, Chihuahua, Guerrero, Nuevo León y Tabasco; 39 desapariciones forzadas en las que habrían participado fuerzas de seguridad, y 24 ejecuciones extrajudiciales en las que -de la misma forma- existen elementos de la responsabilidad directa de los cuerpos de seguridad, quienes en la mayoría de los casos intentaron encubrir estos delitos.

Este drama, desafortunadamente, es resultado de una estrategia a todas luces irresponsable en términos del diagnóstico que sirvió como punto de partida y que, más allá de si fue analizado en su complejidad o no, es el origen del fallido camino emprendido. Como lo reconoce el informe, el Ejecutivo federal recibió en 2006 un país en el que los cárteles consolidaban su presencia en el territorio nacional y las fuerzas de seguridad “tenían extensos antecedentes de abusos e impunidad en el cumplimiento de esta importante función”. El error, en este sentido, radicó en que en lugar de reformar e intervenir las instituciones de seguridad pública, el presidente decidió utilizarlas -como estaban- para implementar su combate al crimen organizado.

Para evaluar el desempeño de las fuerzas de seguridad es que Human Rights Watch se dio a la tarea de hacer investigaciones exhaustivas en los cinco estados ya mencionados, realizándose más de 200 entrevistas con funcionarios públicos, integrantes de las fuerzas de seguridad, víctimas, testigos y defensores de derechos humanos. Esta organización analizó también estadísticas oficiales, respuestas a solicitudes de acceso a la información pública, expedientes, procedimientos legales y violaciones de derechos humanos. Y el resultado es ominoso: con pruebas suficientes es posible resaltar que las fuerzas de seguridad, aquellas que están destinadas a proteger a la población, son partícipes del drama mexicano en materia de seguridad mediante mecanismos de tortura, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales que no constituyen hechos aislados sino “prácticas abusivas que son endémicas a la actual estrategia de seguridad pública”.

Acaso lo más trágico del cuadro son los testimonios recopilados por el informe y que ilustran de las golpizas, las asfixias, las descargas eléctricas, la tortura sexual y las amenazas de muerte empleadas para la obtención de información en el caso de la tortura; los relatos de testigos que han presenciado la participación de fuerzas de seguridad en desapariciones forzadas reportadas y justificadas como “levantones” que no están penalizadas en 24 entidades federativas; y los casos de civiles ejecutados por autoridades o que murieron en retenes militares durante enfrentamientos armados en los que el uso de la fuerza fue injustificado y, más tarde, la escena del crimen manipulada para presentar a las víctimas como agresores.

De acuerdo con el informe y las estadísticas oficiales, se ha registrado un aumento de las denuncias de violaciones de derechos humanos cometidas por las fuerzas federales de seguridad. Mientras que entre 2003 y 2006 la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) recibió 691 denuncias, este número ascendió a 4 mil 803 entre 2007 y 2010. En sintonía, la cantidad de investigaciones penales a cargo de agentes del Ministerio Público militar sobre delitos cometidos contra civiles también incrementó, pasando de 210 investigaciones en 2007 a 913 en 2008 y mil 293 en 2009.

Más infausto, sin embargo, resulta que la respuesta del Estado a este patrón de abuso sea la de la impunidad y la falta de investigaciones de violaciones de derechos humanos exhaustivas e imparciales que cierren el círculo de la rendición de cuentas con sanciones claras.

Para las fuerzas de seguridad y el sistema de justicia la tortura se traduce -a lo mucho- en “lesiones”, las desapariciones forzadas en “levantones” realizados por bandas rivales, y las ejecuciones extrajudiciales en “prejuicios a las víctimas” del estilo: “si le pasó algo es porque andaba mal”; de ahí que las recomendaciones formuladas por Human Rights Watch resulten de gran relevancia y deban ser implementadas, como indica el propio informe, “para mejorar la calidad de las investigaciones, incrementar la efectividad de los procedimientos penales y restablecer la confianza de la población civil en las fuerzas de orden público”.

Aunque con algunos matices, tiene razón y no se equivoca Felipe Calderón al decir que la principal amenaza para los derechos humanos de la población mexicana son los criminales, no obstante, el gobierno federal no puede esquivar la responsabilidad de las fuerzas de seguridad en su violación, de manera contraria a lo que la retórica oficial señala en relación con el marco de respeto a los derechos fundamentales en el que está fundada la estrategia de seguridad. Rehusar de ello equivale a hacer de la sordera una irracionalidad.

Twitter: @rialonso