Las marchas y las protestas extendidas como una ola por todo el país —y por todo el mundo informado— han tenido su origen en el hartazgo de la gran mayoría de los mexicanos por las violencias que nos están haciendo pedazos, ante la incapacidad y la connivencia de los gobiernos para afrontarlas. Pero ahora resulta que los violentos somos quienes nos quejamos de la violencia. Los violentos somos quienes salimos a protestar por la inacción y la complicidad de los gobernantes; somos los enemigos de la estabilidad, del Proyecto de Nación (así, con mayúsculas) y de la paz del país. Los malos somos quienes nos dolemos de las agresiones que sufrimos todos los días.

Es bien conocida la regla de oro de Gonzalo N. Santos: “la mejor forma de solucionar un problema, es no plantearlo”. Según ese argumento típico del autoritario, el enemigo no es quien genera el problema, sino quien lo hace público; y quien debe pagar por las consecuencias es el mensajero de las malas noticias. Luego de casi dos años en los que el gobierno de la República había conseguido acallar, que no resolver, el problema más importante de México, los efectos de la impericia, la prepotencia y la corrupción brotaron como un volcán.

Pero cuando el Presidente y sus allegados se duelen por el quebranto de la estabilidad política del país, cuando llaman a la paz y la unidad nacional y amenazan con el uso de la fuerza pública del Estado, no se están refiriendo a los delincuentes, ni a los corruptos que se han rendido ante ellos, ni a los negligentes que han ocupado sus puestos sin ofrecer resultados, sino a quienes salen a denunciarlos. Es a éstos a quienes hay que frenar, pues son éstos quienes se han atrevido a gritar que el Rey va desnudo.

Desde su mirador, el Estado no es la organización política superior de la sociedad, sino ese conjunto de puestos y presupuestos que están en sus manos. Así pues, defender al Estado no consiste en garantizar la seguridad de los mexicanos y la vigencia plena de sus derechos, sino en evitar que se mine la imagen y la autoridad de los representantes de esa organización. No atacan tanto al Estado quienes lo corrompen ni quienes lo utilizan para su beneficio privado, cuanto quienes denuncian esos defectos y exigen que los líderes políticos del país honren con su conducta y sus decisiones la autoridad de la que están investidos. El origen de esa confusión es tan simple como profunda: para ellos, el Estado es su patrimonio y quien los denuncia, lastima al Estado.

Los malos —los verdaderos malos— pueden hacer sus negocios mientras no se metan con ellos. Los malos no se duelen de la debilidad del Estado sino que la utilizan para su beneficio. Pero no hablan mal de quienes lo representan, ni mucho menos (¡faltaba más!) les exigen que cumplan con su función y que asuman su responsabilidad. En cambio, los que salen a manifestarse a las calles y repiten incansablemente sus protestas por todos lados y con todos los medios que tienen a mano, son sus antagonistas directos. Y aunque se hagan daño entre ellos, los criminales y los corruptos pertenecen al mismo bando, mientras que quienes se atreven a denunciarlos los ponen en entredicho y desafían su potencia. Así pues, es a estos rijosos que salen a manifestarse a la calle y que pasan la voz del agravio, a quienes debe exigirse que guarden silencio y vuelvan a casa.

Pero no. No hay ningún Proyecto Nacional que les pertenezca a los poderosos ni que esté amenazado por la denuncia social, porque el único proyecto que puede alegarse en estas horas difíciles es el de la restauración de la democracia y la defensa de los derechos humanos y la ética pública. Nadie es dueño de ese proyecto ni nadie quiere dañarlo cuando sale a exigir que se cumpla. Nadie merece ser insultado, golpeado y vejado por decir públicamente su hartazgo. Los malos son otros.

Fuente: El Universal