El informe del presidente Peña Nieto dejó claro el mensaje. México se está moviendo, y el conjunto de reformas concretadas sientan las bases para el crecimiento económico y un mayor bienestar para todos. Sin duda hay elementos para creer que esto es posible. Pero también para pensar que no hay que echar las campanas al vuelo pues ahora viene la parte más compleja de cualquier reforma: su implementación.

Por una larga y secular tradición nacional solemos identificar el cambio de la ley con la transformación de la realidad. Pero las condiciones que hicieron posibles las reformas —la combinación de acuerdos políticos y negociaciones legislativas— no son las mismas que permiten su implementación exitosa. Toda reforma legal es en realidad una promesa de cambio que marca el inicio de un largo proceso que requiere el despliegue de personas, instituciones, reglas y recursos para lograr que cumpla sus propósitos. Más allá, sabemos que siempre existe una “brecha de implementación” (la expresión es de Merilee Grindle) que marca la distancia entre las intenciones del reformador y lo que acontece en la realidad.

Junto con mi colega el doctor Guillermo Cejudo hemos identificado cuatro supuestos que se asumen como condiciones dadas para el despliegue de las reformas, pero que en realidad son obstáculos a remontar. El primero es que existe una administración organizada y con recursos suficientes para ejecutar los mandatos legislativos. La realidad es bien distinta. La administración pública federal es un elefante pesado y torpe, lleno de mandatos contradictorios, capacidades limitadas y enormes restricciones para responder a las exigencias de un entorno que demanda creatividad, acción y flexibilidad.

El segundo supuesto es que existe un marco regulatorio congruente y eficaz. Otra ilusión. La magnitud del cambio normativo que implicaron las reformas recientes, sumadas a otras previas, dan como resultado un sistema jurídico desarticulado y contradictorio, enormemente complejo y que impone altos costos regulatorios para las empresas y los ciudadanos. Lejos de proporcionar certeza y seguridad jurídica, el entorno legal es de incertidumbre y conflicto. Urge una política muy seria de mejora regulatoria para realinear normas y procedimientos y tener una regulación de calidad.

Un tercer elemento es el sistema federal. Es cierto que éste ha tenido transformaciones importantes en los últimos años, entre otras un incremento dramático de los recursos transferidos a los estados y los municipios. Pero el arreglo federal vigente no corresponde a un diseño deliberado en el que se hayan definido con precisión responsabilidades, capacidades y recursos, sino que es el agregado de decisiones inconexas que no siempre han tomado en cuenta las implicaciones en la operación del federalismo en su conjunto. El resultado es un nudo donde muchas de las decisiones se atascan y se estrellan con la falta de coordinación efectiva y una falta absoluta de claridad en las responsabilidades.

El último supuesto es la falta de un sistema efectivo de rendición de cuentas, capaz de generar los incentivos adecuados para que los ejecutores asuman sus responsabilidades, den cuenta de sus acciones y se eviten los desvíos que genera la corrupción. Hoy los instrumentos con que cuenta el Estado mexicano para supervisar las reformas son frágiles e ineficaces.

Todo lo anterior no busca enfriar el optimismo ni desalentar el cambio que es urgente e indispensable. Se trata de inyectar una dosis de realismo que obligue, si queremos obtener los resultados esperados, a actuar con cautela, perseverancia, disciplina, vigilancia y evaluación continua. De hacerlo incrementaremos las posibilidades de lograr el éxito que necesitamos.

Profesor investigador del CIDE

 Publicado en El Universal