Lo bueno: la libertad de expresión, pese a la limitación autoimpuesta por los medios en función de sus intereses y de quienes la usaron para granjearse la simpatía del poder. Aun así, durante el sexenio que termina el Presidente no violentó la libertad de opinar —el Presidente digo, no los gobiernos locales ni los grupos violentos ni las fuerzas de seguridad—. Calderón prefirió usar carretadas de dinero en propaganda gubernamental y contraatacar con aliados y personeros. Pero no reprimió.

Lo bueno: la expansión del derecho a la salud y de la infraestructura hospitalaria, aun con todas las trampas burocráticas y sindicales que la entorpecieron y de la corrupción que ha minado la calidad de los servicios e impedido la cobertura efectiva más allá de las metrópolis y las ciudades principales. Y también la infraestructura carretera y de comunicaciones, a pesar de los negocios multimillonarios que se han hecho bajo su sombra. Como sea, el derecho a la salud ha echado raíces y la infraestructura caminera del país ha crecido como nunca antes.

Lo bueno: la multiplicación y la presencia de los órganos y las instituciones dedicadas a la protección de los derechos de minorías vulneradas y discriminadas. Ninguno de esos nuevos brazos protectores alcanzó para cumplir con su cometido porque nacieron fragmentados —no fueron los brazos de Shiva, que actúan al unísono— ni tuvieron recursos bastantes para lograrlo, ni hubo una política transversal que obligara a todo el Estado. Pero es cierto que la labor de Margarita Zavala fue eficaz y discreta; con mucho, la mejor colaboradora del Presidente.

Lo malo: de lejos, la ciega obstinación del Presidente en una política de seguridad pública sostenida a costa de decenas de miles de víctimas caídas, violentadas y vejadas durante una guerra civil —finalmente reconocida como tal, aun sin el nombre, gracias al monumento recién abierto en el Campo Marte— cuyo final ya no podrá ocurrir sin más cuotas de violencia y de corrupción. Esa guerra, además, desvió miles de millones de pesos a la industria de la violencia, creó una nueva clase social de funcionarios armados y articulados en función del encono (militares, policías, ministerios públicos y burócratas) que no se resignarán a volver a sus casas sin miedo y sin armas, y ha producido amplísimas redes de resentimiento, temor y venganza entre todos los mexicanos.

Lo malo: la vigencia brutal de pobreza y desigualdad, justificadas por el gobierno gracias a la crisis global de la economía, pero actualizadas por una política social mal entendida que prefirió transferir la responsabilidad de redistribuir el ingreso a los ricos haciéndolos mucho más ricos, mientras el Estado se fue tropezando con agencias, programas y presupuestos cuyos efectos se contradicen y, a la vista de todos, incrementan los daños que quieren erradicar. Tampoco se cumplió la promesa de empleo, exactamente por las mismas razones. Y al final del sexenio, cualquier duda sobre las preferencias estratégicas de esa política mal concebida —darle más a los ricos para que los pobres tengan empleo— quedó despejada con la reforma laboral que cerró el ciclo.

Lo feo: la alianza vergonzante con el sindicalismo oficial, que se fue saliendo de cauce hasta volverse en su contra. Esa alianza aplazó inútilmente los cambios que le urgían a la educación pública, demeritó los éxitos de la salud pública, hizo nacer los mayores conflictos políticos del sexenio y auspició la captura de plazas y presupuestos en nombre de intereses inconfesables. Además, el poder de los líderes sindicales creció como nunca antes.

Lo feo: que el gobierno del presidente Felipe Calderón cierra con datos de corrupción —medidos bajo cualquier mirador— iguales o mayores que los de hace seis años. Este gobierno nunca entendió que, siendo heredero de la alternancia, su mejor argumento estaba en la defensa de la ética pública. En cambio, creó las condiciones propicias para la vuelta del pragmatismo. Y así terminó.

Publicado en El Universal