El conflicto suscitado en el Instituto Politécnico Nacional por las reformas intentadas a sus reglamentos y planes de estudio reabre un tema que se había mantenido latente desde el final de la huelga de 1998—99 en la UNAM: la discusión sobre cómo reformar la educación superior en México y cuáles pueden ser los mecanismos para procesar cualquier cambio en un ámbito fuertemente misoneísta y con enorme capacidad de movilización para resistir el cambio.

            El primer asunto es el de las características que debe tener la educación superior en México. La educación superior no se escapa del desastre educativo generalizado que existe en el país. Los problemas de calidad se reproducen en las universidades públicas y privadas del país y la educación superior ha disminuido su papel en la movilidad social. La desvinculación de la formación proporcional con la demanda laboral y las necesidades de las empresas también ha sido motivo de diversos estudios. Sin embargo, no existe un diagnóstico nacional bien elaborado para conocer las fortalezas y debilidades de nuestro sistema universitario y de estudios superiores. Los acercamientos al tema son fragmentarios y muestra enormes sesgos de carácter ideológico.

            Desde que en 1986 Jorge Carpizo, recién llegado al rectorado de la UNAM, presentó su diagnóstico sobre la principal institución de educación superior del país y planteó un programa de reformas, el tema ha resurgido cíclicamente y ha enfrentado el mismo problema: la resistencia tanto de los estudiantes como de los académicos a cualquier reforma que sea producto de un diseño de gabinete y que no sea procesada con la participación de la comunidad. Con independencia de las virtudes o defectos de los proyectos de Carpizo, Barnés o  el reciente atribuido a Yoloxóchitl Bustamante —aunque más bien parece elaborado en el bunker de la SEP, tan refractario a la consulta y el consenso—, el hecho evidente es que las comunidades académicas de las instituciones de educación superior no pueden ser objetos pasivos de los procesos de reforma, pues su capacidad de acción colectiva es amplia y sus incentivos para resistir reformas que afecten sus intereses son altos.

            No es posible realizar un diagnóstico serio del estado actual de la educación superior en México y mucho menos un proyecto viable de reforma si no se toman en cuenta las visiones y expectativas de las comunidades involucradas. Los estudiantes del politécnico ahora, como los que impulsaron el CEU en 1986, fundamentan su rebeldía en la ausencia de consulta de los afectados. Si las reformas se intentaron con el objetivo expreso de beneficiar a los usuarios del sistema con una mayor calidad y rigor de los servicios educativos, los afectados, en cambio, vieron las nuevas reglas como una pérdida de derechos adquiridos impuesta sin su participación.

            La lección más importante del reciente movimiento de los estudiantes politécnicos es una que ya habían dado los estudiantes del CEU con la huelga de 1987: la imposibilidad, entonces como ahora, de cualquier reforma que no sea producto de un proceso que involucre a las comunidades académicas y estudiantiles. Desde luego que la primera tentación de cualquier burocracia es tratar de imponer su particular razón técnica; sin embargo, desde la perspectiva de la viabilidad de las políticas públicas, la ausencia de negociación con las partes interesadas es una de las razones más probables del fracaso.

            Dudo mucho de las supuestas virtudes de las reformas reglamentarias defendidas con tanta enjundia por la doctora Bustamante, pero ni siquiera creo que valga la pena entrar a su análisis concreto, pues era evidente que estaban condenadas a morir en su cuna. Los promotores sorprenden por su ingenuidad y falta de conocimiento de la comunidad politécnica y por su ignorancia de las experiencias de 1986 y 1998 en la UNAM.

            Otra lección relevante de lo ocurrido en el IPN es que es más fácil decir que la educación pública superior mexicana necesita ser reformada que definir los contenidos concretos de esa reforma, sobre todo desde la perspectiva de la defensa de la educación pública. El deterioro progresivo de la calidad de la enseñanza superior financiada con recursos fiscales abona en favor de quienes preferirían un sistema esencialmente privado. Sin embargo, si la educación superior va a aportar a la capacidad del país para competir en mejores condiciones en el mercado global y va a volver a contribuir a la movilidad social y al crecimiento será con base en un sistema público de calidad, capaz de generar nuevos conocimientos, con fuerte inversión en la investigación científica y el desarrollo tecnológico y vinculado a las necesidades de la estructura productiva.

            La educación superior pública en México tiene que transformarse, pero se trata de un cambio complejo que no se va a lograr a golpe de modificaciones reglamentarias hechas en las oficinas burocráticas. El reto es impulsar un cambio que logre el consenso de las comunidades académicas involucradas, de manera que se percibido como producto de la deliberación y no de la imposición. No va a ser un proceso fácil y seguramente será gradual, con cambios incrementales. Lo que es seguro es que sin la legitimidad que le pueda proporcionar la discusión abierta de objetivos y procedimientos, cualquier intento de reforma resultará frustráneo.

 Fuente: Sin Embargo