El resultado era predecible: no sólo porque al Presidente de la República —según la Constitución— sólo se le puede juzgar durante el periodo de su encargo por traición a la Patria o por delitos graves del orden común, sino porque la regulación en materia de conflictos de interés es laxa para cualquier servidor público. Ya se ha explicado mil veces: para configurar la falta, con las leyes que hoy tenemos, más que ser corrupto se necesita ser estúpido.

Por otra parte, los hechos materia de la investigación no se configuraron durante el sexenio que está en curso, sino en el periodo en el que Enrique Peña Nieto era gobernador y trabó amistad con el empresario que favoreció a sus allegados (por decir lo menos) con créditos baratos. Y aquellos asuntos locales nunca estuvieron en la jurisdicción de la Federación. Por lo demás, para establecer algún vínculo jurídico entre los ya famosos 33 contratos recibidos en estos últimos años por los empresarios amistosos y Los Pinos, tendría que existir alguna prueba documental de que los procesos de licitación o adjudicación fueron alterados por órdenes expresas del jefe del Estado. Y obviamente, todos los servidores públicos involucrados en la gestión de esos contratos negaron esa posibilidad.

El problema nunca fue jurídico, sino que era y sigue siendo político y moral. No es suficiente que la clase política celebre o rechace las conclusiones de la Función Pública. Su verdadero compromiso político es concluir la tarea del Sistema Nacional Anticorrupción y completar las leyes del Sistema Nacional de Transparencia para que esto no vuelva a suceder. Podemos seguirnos engañando, pero lo cierto es que mientras esa tarea no se resuelva, la corrupción seguirá aceitando la maquinaria del régimen político impunemente. Y lo cierto es que esas leyes se están tejiendo sin orden ni coherencia, sin otorgarles la prioridad que se merecen, sin una deliberación abierta, sensata y colectiva. Cada grupo político está escribiendo iniciativas diferentes y cada uno las está pensando en clave electoral, sacando raja de las circunstancias.

¿De veras quieren disculparse en Los Pinos por estos episodios? ¿De veras quieren los políticos de oposición que esto no se repita? ¿Qué esperan entonces para abandonar sus trincheras respectivas e integrar un grupo de redacción conjunto con expertos nacionales e internacionales y sociedad civil organizada para darle organicidad y sentido a las leyes secundarias que siguen esperando turno, en vez de seguir disputándose ocurrencias fragmentadas entre partidos y oficinas de gobierno?

Tal como está planteado ahora mismo, el escenario que viene es aterrador: una nueva Ley General de Responsabilidades que se está escribiendo al margen de una nueva Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción —y que podrían acabar convertidas en un Frankenstein—; una nueva Ley Federal de Transparencia, otra de Protección de Datos Personales y una nueva Ley General de Archivos, que han sido redactadas por oficinas diferentes y que no tienen ningún un hilo conductor entre ellas; y una larga lista de reformas a otras leyes, incluyendo las que habrán de modificar el funcionamiento de la Función Pública, de la Auditoría Superior de la Federación, del Tribunal de Justicia Administrativa y de la Fiscalía Especial en Materia de Corrupción que correrán por cuenta propia. Y todo eso escrito a la carrera y en franca disputa de egos y poderes enfrentados.

Supongo que querrán salvar la cara de esas incoherencias convocando a foros tardíos y apresurados de último minuto. Pero el asunto es de tal magnitud que merece una visión de Estado: coordinar esos trabajos a la luz del día, con las mejores prácticas, las mejores personas y las mejores ideas, es lo menos que debe exigirse de la clase política que nos gobierna.

Fuente: El Universal