Durante mucho tiempo se creyó que la pluralidad política y la alternancia en los puestos de elección popular —especialmente en la Presidencia de la República— conducirían casi de manera automática a la construcción de gobiernos más democráticos, más abiertos y más eficaces. No era una creencia ingenua, sino que estaba fundada en los manuales de ciencia política y en la evidencia empírica comparada: la historia reciente de otros países mostraba, en efecto, una fuerte correlación entre mayor pluralidad política y mejores gobiernos. Pero las correlaciones simples no siempre
explican las causas más complejas de los grandes procesos sociales, ni mucho menos producen leyes científicas de cumplimiento obligado.

Así que, aunque la política comparada sigue mostrando una innegable correlación virtuosa entre pluralidad partidaria y calidad de gobierno en casi todo el resto del mundo, en México todavía no hemos disfrutado los buenos efectos de esa prometedora ecuación. Por el contrario, la percepción cada vez más extendida entre nosotros es que la pluralidad ha sido sinónimo de conflictos inútiles, de bloqueo sistemático entre poderes y de ineficacia gubernativa; también se ha expandido la idea de que los partidos que encarnan esa pluralidad son organizaciones oscuras, costosas e ineficientes y que, más que pesos y contrapesos y mejores resultados en la gestión pública, han producido gobiernos corruptos, impunidad y una creciente desafección de los ciudadanos hacia la democracia.

En algún momento de finales del siglo XX apostamos en exceso por las virtudes de la pluralidad partidaria gestada en las urnas, hasta el punto de creer que todos los demás cambios vendrían como consecuencia automática de los votos. Siempre he creído que —con toda su importancia y su dimensión histórica— sobrevaloramos los efectos de la transición democrática sobre el régimen de gobierno. Creímos que una vez instalada la pluralidad partidaria, el resto de las mudanzas caerían por su peso, como fruta madura, y dejamos a las leyes del fatalismo histórico la muy ardua tarea de modificar la forma de gobernar. Y, claro, eso no sucedió. De modo que hoy elegimos democráticamente gobiernos que siguen actuando —aun con gradaciones y matices distintos— de conformidad con los más viejos patrones autoritarios.

Con ese telón de fondo, no es de extrañar que los herederos legítimos del régimen anterior estén a punto de volver al poder. No es que haya desmemoria de los más viejos o ignorancia de los más jóvenes, ni mucho menos una traición colectiva a la democracia recién conquistada (o algo así); lo que sucede es, más bien, que nuestra transición nunca completó la tarea y que, salvo algunos cambios en los márgenes del sistema, dejó prácticamente intacta la forma de gobernar. Así que a la mayoría no le espanta demasiado la vuelta al pasado, porque en realidad ese pasado nunca se fue: cambió de nombres, de siglas, proyectos, clientelas y héroes patrios, pero en todo lo que tiene de fundamental nuestro régimen de gobierno siguió igual. Como diría Sor Juana en sus muy conocidos versos sobre el machismo: actuamos como el niño que pone el Coco y luego le tiene miedo.

El riesgo no es tanto la vuelta al pasado —cosa que no podría suceder—, cuanto la probable anulación de la
pluralidad misma. Con los números que arrojan las encuestas actuales, el PRI no sólo podría ganar la Presidencia de la República holgadamente, sino la mayoría del Congreso. Y apenas es necesario añadir que ya cuenta con la mayoría de los gobiernos locales —de estados y municipios— y con el mayor número de diputados en todo el país. De consolidarse un escenario político como ése, y sin haber modificado el régimen de gobierno cuando debimos hacerlo, no es imposible que la conformación del sexenio siguiente se parezca muchísimo al que encabezó Carlos Salinas de Gortari. Un gobierno de mayorías cómodas para tomar decisiones, con oposiciones más o menos extendidas en las legislaturas y en los estados, pero con muy amplios márgenes para negociar y elegir libremente entre enemigos y aliados.

En el caso de que así fuera, tendríamos que reconocer que el sistema electoral habría sido tanto la vía hacia la fiesta de la pluralidad partidaria como de la vuelta al predominio de un solo partido. Pero la sola posibilidad de que eso suceda debería despertarnos del letargo en el que caímos a golpe de votos, para pugnar en serio por la reforma al régimen de gobierno. Hay que poner en marcha, en cualquier caso y lo más pronto posible, la segunda transición a la democracia: la del ejercicio democrático de la autoridad, para que nos angustie menos el desenlace de los comicios y nos importe más la gestión cotidiana de nuestros gobiernos.