Durante décadas, la legitimidad del régimen se construyó al margen de los votos. Todo el mundo sabía que los candidatos del partido oficial ganarían, por la buena o por la mala. Otorgaban sillas en el Legislativo y con frecuencia negociaban posiciones en los municipios: repartían, distribuían poder y cooptaban adversarios. La aceptación de esa forma de ejercicio del poder no pasaba por las urnas, sino por las oficinas públicas.

La legalidad se respetaba formalmente, pero no coincidía con la legitimidad. En todo caso sucedía al revés: las leyes se adaptaban a las decisiones políticas del régimen como un maquillaje necesario. Si alguna oponía obstáculos, simplemente se cambiaba; si había que pasar por encima de ella, se justificaba y, en el extremo, se hacía valer ante los tribunales sometidos. Para ser aceptados, los gobernantes de ese régimen empleaban otros recursos: maestros de la persuasión —privilegios y prebendas a cambio de favores— también acudían en caso indispensable a las tres E: el exilio, el encierro o el entierro.

Tenían experiencia larga y bien sedimentada gracias al sistema de herencias transversales, que les permitió ofrecer resultados aceptables durante la mayor parte del siglo previo. Así, lo importante era ganar aceptación mediante la gestión, la negociación, la movilización y el sometimiento. La clave era dar a cada grupo lo que pedía y controlarlos: a los ricos, nuevos negocios; a las clases medias, estabilidad y expectativas; a los pobres, asistencia y esperanza. Mario Vargas Llosa vio en ese sistema —cuyos anclajes previó mucho antes Andrés Molina Enriquez— una dictadura perfecta: una perdurable y sólida, sin dictador perpetuo.

Las cosas cambiaron al final del siglo XX. Aquella legitimidad basada en redes de obediencia y resultados se perdió ante la exigencia de ganarla en elecciones y refrendarla, acaso, mediante la coherencia entre lo ofrecido y lo entregado. Sin embargo, los fracasos de los últimos gobiernos de aquel régimen, la ruptura de los acuerdos en su seno y la emergencia de nuevas oposiciones, añadidos a las mudanzas demográficas y culturales del país, modificaron los cimientos de ese arreglo. Los valores entendidos chocaron con las normas vulneradas y con los fracasos de las estructuras de autoridad tradicionales. De modo que la aceptabilidad se trasladó a las urnas. Ya no serían legítimos los herederos de aquel reino, sino quienes fueran capaces de conquistarlo a través del voto popular.

Pero los regímenes políticos son obstinados. Tras los cambios que parecen ser definitivos —como lo advirtió De Tocqueville ante la Revolución Francesa—, vuelven las inercias, las rutinas y la cultura política arraigada. En busca de legitimidad, los partidos y los líderes políticos de nuestro tiempo buscan votos, pero echando mano de los mismos vicios que alguna vez quisimos disolver. Votos que se ganan con las mismas prácticas que se utilizaban antes para confirmar los mandos heredados y con el mismo argumento viejo de que importa menos cómo se gana la elección, cuanto cómo se mantiene la dominación.

Doble muerte de la legitimidad política: los procesos electorales vulnerados desde la raíz y la gestión de los gobiernos corrompida hasta el último brote de sus ramas. Ni votos libres ni gestiones eficaces. Lo que tenemos al correr el cuarto lustro del XXI es una guerra de ambiciones que ha ido minando al Estado mexicano, sin que la mayor parte de la sociedad reconozca la autoridad ganada por los votos ni por los resultados. Gobiernos que llegan y terminan ilegítimos.

Pronto caeremos en cuenta de que en 2018 no termina otro sexenio, sino otro ciclo político para el país. El edificio se nos está cayendo encima. ¿Pero acaso esperaremos hasta que sintamos las vigas sobre la cabeza para reconstruirlo?

Fuente: El Universal