No hay una gran diferencia entre la fiesta monstruosa organizada por el alcalde de San Blas, Nayarit, y la develación de la estatua de bronce del líder de la CTM. No la hay tampoco entre la resistencia de la clase política a revelar el origen de su patrimonio o sus intereses y la nominación de candidatos cuya virtud principal consiste en ser parientes de políticos encumbrados. No hay una gran distancia entre la impunidad revelada por la Auditoría Superior de la Federación respecto al empleo abusivo de los recursos públicos en estados y municipios y la opacidad con la que se conducen los grupos parlamentarios en las cámaras federales.

El hilo conductor de esos despropósitos es el mismo: la falta de respeto que media entre la clase política y la sociedad a la que, formalmente, dicen servir. Todos los días hay nuevas pruebas de esa distancia que ha ido separando a los gobernantes de los gobernados. No sólo hay nuevos casos de corrupción y de abuso de la autoridad concedida para provecho propio, sino una creciente ausencia de compromiso con las condiciones de vida de la gente común y corriente. Hay un muro de arrogancia, indiferencia y egoísmo que ha ido minando la naturaleza del oficio político. Y, lamentablemente, la pluralidad política no ha cerrado esa brecha, sino que la ha agigantado.

Si se mira con cuidado, se verá que la agenda mediática no está orientada por los problemas cotidianos que enfrenta la sociedad sino por las disputas entre la propia clase política. También está alimentada por los muy abundantes casos de corrupción que logran documentarse y salir a la luz y por los efectos de las muchas negligencias y excesos que se desprenden de esa apropiación abusiva de los poderes públicos. Muy rara vez nos encontramos con debates públicos sobre las soluciones posibles a los grandes problemas de México. ¿A quién podrían importarle, si la clase política está ensimismada, disputándose cada voto, cada puesto y cada presupuesto?

No obstante, mientras se acercan las próximas elecciones y los representantes de los partidos políticos en el INE montan un nuevo espectáculo de indignación ante el Coco que ellos mismos pusieron —como si buscaran incrementar nuestra desconfianza en el régimen que encabezan— la publicidad oficial nos convoca a votar con frases que cuesta trabajo conciliar con la realidad: “Hazlo por ti. Hazlo por todos”. ¿Pero qué se supone que debemos hacer? ¿Salir a votar acríticamente, asumiendo que cada voto depositado en las urnas servirá para resolver los problemas sociales por sí mismo, a pesar de las evidencias de opacidad, corrupción y negligencia que los partidos políticos están mostrando todos los días? ¿Con qué argumentos se puede persuadir a la gente a votar de manera masiva, sin ofrecer a cambio contrapesos suficientes ante los abusos de candidatos y gobernantes?

La distancia que se ha abierto entre la clase política y la sociedad mexicanas es mucho más que un dato estadístico: es un hecho político, cuyas consecuencias no podrán resolverse echando más propaganda al fuego. Por supuesto que en junio habrá elecciones y de ellas emergerán, de cualquier forma, nuevos representantes políticos y nuevos gobiernos locales; pero no es necesario esperar hasta entonces para saber que su legitimidad será tan débil y cuestionada como la falta de atención que han prestado al desencanto social. Y mientras más distancia se abra, menos eficaces serán las respuestas del régimen a los desafíos del país.

¿Será posible convertir las elecciones de junio en una firme llamada de atención a los partidos políticos, sin violencia, para comenzar a revertir el ciclo vicioso en el que hemos caído y recuperar el sentido democrático de la participación ciudadana? ¿Será posible que nuestro hartazgo con la corrupción y la impunidad encuentren una vía razonable de acción colectiva? Si así fuera, valdría la pena repetir con el INE: Hazlo por ti. Hazlo por todos.

Fuente: El Universal