La legitimidad política es un concepto difícil y frágil. Alude a las condiciones que producen la aceptación social de las reglas y de las autoridades establecidas, de modo que los poderes públicos puedan imprimir orden y sentido a sus decisiones. Es difícil, porque se construye sobre la base de las creencias compartidas por una sociedad que quiere —o requiere— seguir conviviendo; y es frágil, porque está construida sobre una base simbólica. Sin embargo, no se puede gobernar sin un piso mínimo de legitimidad, ni tampoco hacerlo en contra de las claves que la sustentan.

La aceptación social de las reglas refuerza su cumplimiento: si las personas asumen que hacerlas valer mejora su convivencia porque están convencidas de su importancia, los poderes públicos aligeran sus cargas. Y al mismo tiempo, una autoridad investida de legitimidad suficiente cuenta con mejores medios para hacer valer esas reglas, resolver los conflictos sociales y tomar las decisiones indispensables para perfeccionar el gobierno. Si la política, como la definió Savater, “es el conjunto de razones que tienen los individuos para obedecer o para rebelarse”, la legitimidad es el cimiento simbólico que articula esas razones.

¿Pero qué sucede cuando las propias autoridades actúan en contra de los valores en los que se sostiene su legitimidad? El origen de los poderes públicos del país está en la voluntad de la gente expresada libremente en las urnas, pero los partidos han venido minando la legitimidad de las elecciones. Por otra parte, la actuación cotidiana de los gobiernos está fundada en la obligación de garantizar que las reglas de la convivencia se cumplan, pero muchos funcionarios actúan descaradamente para acrecentar su poder propio, mientras que la credibilidad de las autoridades en su conjunto se daña con cada nuevo episodio de corrupción revelado. ¿Cómo pedirle a la gente que siga las reglas, confíe en sus autoridades y acepte sus decisiones, si éstas las degradan para hacerse del poder público y las corrompen mientras lo ejercen? ¿Cuál puede ser la fuente de legitimidad de un régimen que ha vulnerado la confianza pública en los valores que, a pesar de todo, mantienen vigente la convivencia y la cohesión de la sociedad?

Hasta los años ochenta todavía se invocaba a la Revolución Mexicana para ganar la aceptación de los gobernados y, un poco más tarde, se apeló a la eficacia política para justificar casi todas las decisiones. Pero hoy ya no existe ninguna fuente de legitimación afincada en nuestro pasado ni tampoco es suficiente el argumento de la eficacia presente (¿cómo podría serlo, en medio de los problemas que afronta el país?). Así que es indispensable buscar la legitimidad en fuentes distintas: no en el pasado perdido, sino en el futuro deseable; no en las autoridades vigentes, sino en la organización de la sociedad; no en la obsesión de la eficacia a cualquier costo, sino en la salvaguarda de los valores democráticos originales.

La clase política que hoy nos gobierna no hará esa tarea, porque ha abandonado deliberadamente su liderazgo moral. Prefirieron ser mucho más poderosos como grupos políticos y hacerse mucho más ricos como individuos. Optaron por aquella eficacia de relumbrón y por el control de los mandos políticos y desoyeron sus obligaciones morales: su compromiso con los valores que habrían justificado la aceptación social de sus decisiones. Listillos, se han disparado en los pies y han colocado al país en una de las peores situaciones de desconfianza institucional de las que se tenga memoria. Para restaurar la legitimidad rota tendrían que negarse a sí mismos y rectificar sus despropósitos con una altura de miras que hoy parece simplemente imposible. De momento, no les interesa el liderazgo moral, sino ganar las próximas elecciones.

Fuente: El Universal