Ya van seis semanas en las que la vida pública del país ha girado en torno al horror de Iguala. La tragedia de los normalistas y sus familias le ha dado también la vuelta al mundo y ha descarnado el esqueleto contrahecho de un Estado con taras congénitas, que nunca ha podido constituirse en una organización bien articulada, con reglas formales de operación eficaces y plenamente aceptadas por la sociedad como el mejor marco para garantizar la convivencia pacífica y los intercambios complejos que permiten el desarrollo. En cambio, históricamente el dominio territorial en México parece la prueba empírica de la metáfora criminal sobre el origen del Estado de Mancur Olson, donde el poder lo ejercen bandidos estacionarios que son apenas menos depredadores que los bandidos errantes porque no quieren matar a la gallina de los huevos de oro y quieren que las comunidades sobre las que asientan su dominio sobrevivan para mantener una exacción continua.

Lo ocurrido en Iguala con los estudiantes de Ayotzinapa es el retrato de la persistencia de una forma de ejercer el poder en beneficio de grupos estrechos dispuestos al asesinato con tal de mantener sus fuentes de enriquecimiento, pero también de las tensiones sociales persistentes en una región donde el abuso y la pobreza han engendrado una resistencia social siempre en el filo de la navaja de la violencia. Poco se entenderá sobre lo que realmente ocurre en Guerrero si se mantiene la visión de un grupo virtuoso de estudiantes desaparecidos por órdenes de un alcalde enojado porque sus protestas alteraban la paz idílica de su municipio. En Guerrero no ha habido paz nunca: apenas si ha habido épocas en las que la violencia se ha reducido a los márgenes, se ha escondido debajo de la alfombra.

La violencia en Guerrero ha sido la de los caciques que controlan territorios para sacarles todo el provecho particular posible a costa de la pobreza de poblaciones campesinas, aisladas y sin acceso a los mercados, la educación o la tecnología. La violencia en Guerrero ha sido la de la resistencia social contra esa opresión caciquil, la que desde la década de 1940 tuvo la marca PRI como seña de identidad y el control clientelista de los recursos destinados al campo como su mecanismo privilegiado de control. La violencia en Guerrero ha sido la del ejército usado para contención de la protesta social, sin respeto alguno a los derechos humanos, intimidador y abusivo. Y la violencia en Guerrero ha sido la de los narcotraficantes, que han encontrado en la confusión institucional de ese estado un lugar inmejorable para producir la amapola y la mariguana clandestinas, al amparo y con la complicidad de unos y otros, también a costa de la explotación de campesinos sin acceso a créditos, sin caminos para sacar sus cosechas legales y sin otro futuro que el de la miseria.

Lo de Iguala es sólo la muestra más reciente de una historia larga de un Estado mal construido, donde la violencia nunca ha terminado de ser monopolizada ni ha sido sujeta al orden jurídico. El gobierno de Guerrero ha sido controlado recurrentemente por grupos de poder que lo han utilizado como mecanismo de protección de las redes de depredación local y para amparar sus negocios, ya sea el del transporte, o el del turismo o el de la goma de opio.

Es imposible tener una idea clara de lo ocurrido si no sabemos a ciencia cierta el papel que en los alineamientos políticos y sociales está jugando hoy el mercado clandestino de drogas, sobre todo el de la producción de amapola, que según la información difundida tanto por las autoridades de México como por las de los Estados Unidos ha crecido en Guerrero de manera exponencial en los últimos años. Hay indicios de que la guerra actual en ese estado es por el control de la producción y el tráfico de la goma de opio y que en esa disputa no están involucrados sólo los grupos de narcotraficantes de corte tradicional, sino también grupos guerrilleros que, como en Colombia aunque a menor escala, han encontrado en el mercado de drogas prohibidas una fuente de financiamiento. La guerra contra las drogas sólo ha echado gasolina al fuego de la tensión social recurrente en Guerrero.

Pero si lo que ocurre en Guerrero es grave, no se puede voltear la cara al auténtico crimen de Estado provocado por la guerra contra las drogas. En Tlatlaya se ha hecho evidente algo de lo que ya se tenían muchos indicios, como los mostrados hace ya unos años por Catalina Pérez Correa: en nombre de la guerra contra las drogas las fuerzas armadas han llevado a cabo ejecuciones (decir que son extrajudiciales es redundante, porque en México toda ejecución es extrajudicial). Si lo de Tlatlaya fuera un hecho aislado podría ser atribuido a un exceso de los soldados que están siendo procesados; sin embargo, existen evidencias que apuntan a una política expresa. La recurrencia de enfrentamientos donde el marcador suele ser de blanqueada a favor de la Marina o el Ejército habla de una estrategia decidida para aniquilar a los adversarios. Que los muertos de Tlatlaya puedan haber sido delincuentes no hace menor la barbarie.

La guerra contra las drogas ha llevado a la crisis a la forma tradicional de organización estatal de México. El presidente de la República, desconcertado, ha llamado a un nuevo pacto, ahora por la seguridad. Su clamor, sin embargo, no toca el fondo: la necesidad de reconstruir todo el edificio estatal mexicano sobre la base de un orden jurídico aceptado por la sociedad, reconocido y legítimo, para lo cual el pacto no puede ser entre los mismos de siempre, entre aquellos que han ejercido el poder con base en las redes de complicidad de los órdenes particulares depredadores. Un pacto entre los partidos tradicionales no va a tener resultado alguno pues éstos están inmersos en una profunda crisis de representatividad y no están dispuestos a tocar su oligopolio. La crisis será duradera y todavía no toca fondo.

Fuente: Sin Embargo