Nos tomó mucho tiempo comprender la diferencia entre la distribución de los cargos públicos y el ejercicio de la autoridad otorgada: entender que una cosa es repartir poder sobre la base de la voluntad popular y otra, distinta, asegurar que el mandato entregado en las urnas se ejerza democráticamente. Distribuir y ejercer el poder público son asuntos íntimamente relacionados, pero en un régimen democrático, el paso de un verbo a otro no es automático.

Esta es una las diferencias fundamentales entre las democracias y las dictaduras: en estas, la forma de llegar al poder anticipa el modo en que actuarán los gobiernos. En un régimen democrático, en cambio, el acceso al poder a través de los votos no asegura que los funcionarios electos actúen en función de la soberanía popular. Abundan los ejemplos de dictadores que llegaron al cargo por la vía de las urnas y hay muchos otros que prueban, inequívocamente, que es mucho más frecuente traicionar el mandato, que honrarlo. De aquí la enorme dificultad que implica gestionar y consolidar una democracia.

Tomando en cuenta la ruta que siguió el cambio de régimen en el último tramo del siglo pasado, en México se pensó que los órganos autónomos del Estado y la conformación de sistemas articulados de instituciones públicas, eran los eslabones indispensables para forjar una cadena capaz de mitigar los abusos autoritarios, la opacidad y la corrupción. Así se fue formando un círculo externo que quiso rodear el núcleo del viejo régimen, para controlar sus excesos y modificar las prácticas que lo corrompieron. Una cadena para atar a la fiera que, sin embargo, no sólo siguió viva y campante, sino que además multiplicó sus cabezas.

El nuevo sistema de partidos no tocó el corazón del régimen anterior. Le inyectó pluralidad y le imprimió dinamismo. Pero nada fundamental se modificó cuando las oposiciones fueron ganando puestos de elección popular, incluyendo la presidencia de la República: la captura del botín administrativo se repitió intacta, los puestos siguieron asignándose por sumisión y no por méritos, los presupuestos mantuvieron su asignación orientada por razones políticas y las oficinas públicas siguieron siendo el espacio privilegiado para formar grupos y edificar clientelas electorales. La diferencia fue, acaso, que esos despropósitos ya no los cometía un solo partido, sino todos.

La lógica de la mudanza fue, así, externa al núcleo central que le dio vida al régimen anterior. Es verdad que los partidos permitieron y aún auspiciaron la construcción de ese círculo externo de órganos autónomos y sistemas articulados para vigilarse unos a otros y darse un equilibrio pactado, pero nunca hasta el punto de renunciar por completo al poder de mantenerlos bajo control. Obligados a ceder ante la necesidad de otorgarle legitimidad a los procesos electorales, de abrir la información pública al escrutinio social, de liberar a la economía de los arreglos políticos o de combatir a la corrupción con algo más que palabras, los partidos fueron aceptando la fabricación de esos eslabones externos, pero nunca renunciaron a la posibilidad de contenerlos o eliminarlos cuando la cadena apretara más de la cuenta.

De modo que los sistemas creados en ese círculo externo —el electoral, el de transparencia, el de fiscalización, el de telecomunicaciones o el de combate a la corrupción, entre otros— están hoy ante el desafío de rebelarse ante ese control y responder a sus mandatos con tanta convicción como valentía, o doblegarse a las viejas prácticas del régimen anterior. Quienes encarnan esa cadena forjada para controlar los abusos del régimen no tienen una tarea fácil. Pero su disyuntiva es clarísima: si abdican de su misión, nuestra ilusión democrática se nos escurrirá entre los dedos y habrá que volver a empezar, pero esta vez desde el corazón de la fiera.

Fuente: El Universal