Absortos por la dinámica política del nuevo gobierno de la república, la gestión pública de la capital del país ha pasado a un distante segundo término. A diferencia de lo que ocurrió con los gobiernos locales desde 1997, cuando Cuauhtémoc Cárdenas fue electo como el primer Jefe de Gobierno en la nueva etapa capitalina, el de Miguel Ángel Mancera ha sido  literalmente apabullado por el peso específico que ha cobrado la presidencia de la república. El ingeniero Cárdenas le hizo sombra a Ernesto Zedillo, mientras que las gestiones de López Obrador y Marcelo Ebrard compitieron, de igual a igual, por el liderazgo político que encarnaban los presidentes Fox y Calderón, respectivamente. Pero ese equilibrio hoy ya pertenece al pasado: Mancera no compite con Peña Nieto, ni siquiera remotamente.

No obstante, las responsabilidades del gobierno de la ciudad son tan graves como antes. De ahí la importancia de urgir al gobierno local a definir ya su perfil propio, como lo hicieron en su momento sus principales antecesores. A Cuauhtémoc Cárdenas le tocó inaugurar la nueva época democrática de la capital y definir sus primeras instituciones; a López Obrador le correspondió diseñar un gobierno local de izquierda, asistencialista y proveedor de programas sociales a manos llenas, con un gobierno de la república cargado hacia la derecha; y Ebrard no sólo tuvo que lidiar con la legitimidad vulnerada de Calderón tras las elecciones del 2006, sino que además consiguió definir una agenda local que puso a la capital a la vanguardia en la protección de los derechos humanos, de los derechos de minorías y de los derechos sociales, a partes iguales. Los tres fueron, con modalidades y circunstancias muy diferentes, gobiernos muy exitosos y los tres llegaron hasta los umbrales de la Presidencia de la república.

¿Cuál debe ser el perfil del gobierno de Miguel Ángel Mancera, a quien le ha tocado convivir, a la vez, con la vuelta del PRI y con las herencias de sus copartidarios? Propongo esta respuesta: la recuperación firme y compartida de los espacios públicos que hoy tenemos perdidos. La principal ventaja comparativa del gobierno de la ciudad respecto al poder que hoy tiene el Presidente de la república es la escala: a pesar de su enormidad, la capital del país es un territorio concreto, acotado y definido por la densidad de la convivencia urbana.

Es un lugar específico en el mapa de la república, que podría convertirse en un ejemplo de convivencia civilizada, ordenada y pacífica, si se asume que el mayor problema que afronta ese mapa está en las múltiples de formas de apropiación y de corrupción de lo público que minan la calidad de la vida.

Tras una campaña que parecía prometer precisamente eso: la cercanía con los problemas de cada barrio, de cada colonia e incluso de cada calle, el gobierno de la ciudad desapareció de la escena política, mientras los abusos cometidos por el transporte público, el descuido de la infraestructura, los cierres inopinados de las vías públicas principales, el desaseo cotidiano y la incivilidad ciudadana se van expandiendo como la mala hierba. Si al final del gobierno de Ebrard se gestó la esperanza de recuperar los espacios públicos en el más amplio de los sentidos, al comienzo del gobierno de Miguel Ángel Mancera se está propagando la sensación de que cada lugar, cada calle y cada espacio tiene otros dueños —los transportistas, los ambulantes, los taxistas, los policías, entre muchos otros— que van dejando de lado a los ciudadanos.

Para tener éxito, cada gestión pública debe tener una personalidad propia, bien conectada con los problemas públicos que debe afrontar. La recuperación del sentido social de la convivencia en todos los espacios públicos de la capital, podría ser la del gobierno de Miguel Ángel Mancera.

Publicado en El Universal