En 1983, ante la debacle económica y los escándalos de corrupción, Miguel de la Madrid anunció una “renovación moral”. El propósito era recuperar la legitimidad perdida y cerrar el paso al enriquecimiento ilícito de funcionarios y políticos. Se creó una Secretaría de la Contraloría y se fijó la obligación de todo servidor público de declarar, año con año, su patrimonio.

Desde entonces, se ha cumplido con el ritual. Cada mayo, cerca de 200 mil funcionarios de mando en la administración pública federal presentan a la Secretaría de la Función Pública (SFP) una declaración sobre sus bienes, cuentas y deudas y los de sus familiares cercanos. Este año, de nuevo en respuesta a una crisis de confianza ciudadana, se ha agregado la obligación de entregar también un declaración de posibles conflictos de interés, para que no solo se reporten los bienes sino también los vínculos y compromisos que pudieran sesgar su imparcialidad.

Pero, hasta ahora, las declaraciones no han servido para construir la confianza en el gobierno ni para combatir la corrupción. Tratamos por igual la declaración de un secretario de Estado que la de un jefe de departamento, como si la capacidad de decisión, el riesgo de captura y los montos de ingresos y gastos no importaran. No distinguimos entre áreas más susceptibles de corrupción (como las que gestionan compras millonarias o dan licencias cotizadísimas) y las que no lo son. Las sanciones que ha impuesto la SFP no han sido, en su inmensa mayoría, generadas por un análisis del contenido de las declaraciones, sino porque los funcionarios no las entregaron a tiempo. Los ciudadanos no conocen su contenido y no pueden saber, por ejemplo, si los gastos ostentosos de un político son congruentes con sus ingresos y con el patrimonio que reporta.

A los políticos que nos preguntan “¿Para qué podrían querer esa información?”, a los que nos dan versiones descafeinadas que generan más dudas que respuestas, a los que alegan la inseguridad en las calles y a los legisladores que nos dicen que ellos no tendrían por qué hacerlo pues no toman decisiones ejecutivas, deberíamos explicarles que de otra forma las declaraciones son inocuas. La eficacia no radica en reportar el patrimonio o los intereses, sino en que puedan ser vigilados.

Las declaraciones patrimoniales y de intereses sirven su propósito si se cumple al menos una de dos condiciones: a) son entregadas a una autoridad políticamente autónoma que garantiza al público su eficacia para detectar irregularidades en el patrimonio de un funcionario, sobre todo en puestos donde hay mayor riesgo de conflicto de interés o corrupción; o b) las declaraciones de los políticos y altos funcionarios son públicas y por tanto periodistas y ciudadanos pueden examinarlas y ejercer un control extragubernamental.

La aprobación del Sistema Nacional Anticorrupción es una nueva oportunidad de tener mejores reglas. Necesitamos una ley general de responsabilidades que precise cómo usar las declaraciones de bienes e intereses y cuáles son las que deberán ser públicas y con qué elementos. Urge una Secretaría de la Función Pública que deje de ser controladora de procedimientos y verificadora de fechas y que sea una agencia con autonomía y capacidad para prevenir y detectar enriquecimiento ilícito o conflictos de interés.

Con todo ello, el mensaje sería claro: cada político y alto funcionario público, al tomar decisiones en nombre de los ciudadanos y utilizar recursos de todos, está sujeto a estándares más altos. Cuando eso ocurra, confiar en la honorabilidad de los políticos y los altos funcionarios no será cuestión de fe o lealtad partidista, sino resultado de un control democrático que los ciudadanos y la prensa podremos hacer.

Fuente: Tribuna Milenio