Una visita a San Francisco, California, me permitió ver cómo una sociedad abierta y democrática, permeada por la innovación tecnológica y grandes inversiones de capital, no ha logrado abatir la desigualdad, ni generado mejores niveles de vida para todos.

La bahía de San Francisco es reconocida como la meca de los derechos humanos; ahí brotaron en la Universidad de Berkeley, los movimientos estudiantiles a favor de los derechos de los jóvenes en la década de 1960 y más tarde de los homosexuales. Ahí también existe una cultura de protección al medioambiente.

Bajo el impulso de la Universidad de Stanford se ha desarrollado el polo más importante en tecnología informática, en el famoso Silicon Valley, en donde se han instalado grandes corporaciones en tecnología cibernética (Google, Facebook, etc.), pero también las nacientes con potencial de expansión. Ello lo ha convertido en un centro de atracción de ingenieros y científicos, en particular de chinos e indios.

Se trata, entonces, de una zona en la que se combinan una gran tradición democrática, de promoción activa de los derechos humanos, con un fuerte empuje económico, apalancado por la innovación. Ahí se concentra la tercera parte del total del capital de riesgo norteamericano y se ubican los salarios de nivel técnico más elevados del país.

La innovación es sin duda una palanca para generar nuevas formas de aprovechar los recursos naturales y humanos existentes, utilizando el conocimiento tecnológico y científico para construir satisfactores sociales más accesibles y sustentables. Fomentar la innovación es apostar a las potencialidades de una sociedad para mejorar sus condiciones de vida. Es por ello que ahí donde florece la innovación se vuelcan los capitales y la inversión.

Sin embargo, la confluencia de estos valores no deriva mecánicamente en mayor igualdad social o mejor distribución del ingreso. Los datos señalan que el desempleo en la región en 2010 alcanzaba el 9.4% de la población económicamente activa, pero además ha crecido la población sin hogar y ello tiene que ver con el hecho de que el mercado inmobiliario se ha encarecido al calor de la demanda creciente de los empleados del Silicon Valley que desean vivir en el centro de San Francisco, expulsando a los habitantes originarios que no se han visto beneficiados de los empleos y salarios de la ciudad cibernética.

Como parte de su tradición democrática y participativa, en la zona de San Francisco trabajan cientos de organizaciones sociales que consiguen financiamiento para apoyar a los más marginados y desfavorecidos tanto en el plano económico como en el tecnológico. Les ofrecen no sólo alimento y abrigo, sino entrenamiento informático en las escuelas públicas para incorporar a los jóvenes al mundo digital. Contribuyen así a aliviar la desigualdad.

Para que grandes inversiones de capital estén al servicio de la sociedad en su conjunto y no sólo de unos cuantos favorecidos, insertados en el mercado de la innovación tecnológica, es necesaria la injerencia del Estado y la formulación de políticas públicas que respondan a las circunstancias actuales.

Un primer tema tiene que ver con la utilización de los impuestos de las propias corporaciones informáticas, sin embargo, buena parte de ellas está registrada fuera de California, justamente para pagar menos impuestos.

A fin de que la innovación y la inversión se conviertan en herramientas efectivas para combatir la desigualdad, es indispensable una intervención decidida del Estado para generar fuentes de trabajo alternativas y para capacitar a los sectores alejados del área de influencia tecnológica, en suma, para compensar la polarización existente. Sólo así podrá impulsarse la igualdad que es, sin duda, la mayor promesa de la democracia.