Contrario a lo que describe la frase coloquial, la corrupción no está en nuestros genes. La mecánica de la corrupción funciona exactamente igual en México que en África subsahariana o en el norte de Europa. Alguien, persona o empresa, abusa de la confianza depositada por un grupo o comunidad para obtener un beneficio personal o privado. Quien corrompe traiciona el interés público; traiciona a los accionistas y socios de una empresa; traiciona a los agremiados en un sindicato.

Las diferencias entre países no radican en las causas de la corrupción, sino en la eficacia de las instituciones que han sido creadas para combatirla. Mientras los suecos impulsaron hace más de un siglo las leyes de transparencia; los países africanos, siguen luchando por construir las bases mínimas del Estado de derecho.

En México, el desdén por la legalidad proviene de un pacto social desgastado por el pragmatismo político y por decenas de concesiones de corto plazo. Todo tipo de canonjías y privilegios se entregaron alegando proteger el futuro de la nación. Con ese argumento se justificaron asuntos tan distintos como el  “fraude patriótico” en Chihuahua en los años ochenta, los excesos históricos de lideres sindicales o el desaseo en la campaña de Vicente Fox.

Por proteger la idea del gran pacto social, hemos debilitado cada uno de sus pilares. Permitimos que se corrompieran las policías bajo el pretexto de evitar la violencia del narcotráfico. Permitimos que se corrompieran los sindicatos para reducir el riesgo de conflicto social en nuestras plazas. Permitimos que las empresas corrompan con el argumento de que no es correcto ahuyentar a los inversionistas aplicándoles la ley.

La sensación de corrupción generalizada en México es la consecuencia de muchas de esas decisiones cortoplacistas. Por ello, para restaurar la integridad de República es tan importante la detención de Elba Esther Gordillo, como atender las investigaciones administrativas y penales que propuso hace unos días el Auditor Superior de la Federación. Lo primero, hará entendible el discurso de la supremacía de la ley; lo segundo, promueve cambios menos vistosos pero tal vez más importantes. Ambas cosas pasan por la inevitable necesidad de restaurar una de nuestras instituciones más desacreditadas, la Procuraduría General de la República. El propio Murillo Karam lo resume con sencillez y frialdad: “recibí una procuraduría desmantelada”.

Desde el año 2000, en México iniciamos la construcción de un sistema de integridad que prevenga la corrupción y la sancione con fuerza. Así se dotó de autonomía a la Auditoría Superior de la Federación, se creó la ahora errante Secretaría de la Función Pública y se echó a andar el IFAI. Pero hoy queda claro que todas esas acciones de gobierno carecían de un marco coherente que les diera fuerza y sentido en el futuro. Por eso pocos reconocen el trabajo de la Secretaría de la Función Pública. Y tal vez por eso, la figura de una nueva Comisión Anticorrupción requiere con urgencia una política integral en la materia. La PGR ha explicado que el caso de Elba Esther Gordillo no debe ser interpretado como un mecanismo político para conseguir legitimidad. Lo cierto es que si se convierte en un evento aislado, carente de una política sistemática de parte de la Procuraduría y de los otros componentes de un sistema nacional de integridad, el caso Gordillo no podrá interpretarse de otra forma.

 

* Eduardo Bohórquez es director de Transparencia Mexicana, capítulo México de Transparencia Internacional, un organismo que promueve políticas públicas y actitudes privadas en contra de la corrupción y a favor de la cultura de integridad, promoción de la legalidad y rendición de cuentas. Puedes seguir la cuenta de Twitter del organismo en México

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