Por: Guillermo M. Cejudo

El artículo 26 constitucional establece que “El Estado organizará un sistema de planeación democrática del desarrollo nacional que imprima solidez, dinamismo, competitividad, permanencia y equidad al crecimiento de la economía para la independencia y la democratización política, social y cultural de la nación”. La Ley de Planeación indica que habrá un Plan Nacional de Desarrollo (PND) que, al inicio de cada periodo presidencial, establezca las grandes líneas de acción del Ejecutivo. Dicho plan, a su vez, se detalla en programas sectoriales, institucionales, regionales y especiales. En cada entidad federativa y en los  municipios, esta secuencia se replica en planes estatales y municipales de desarrollo que definen las prioridades de la administración y establecen objetivos y líneas de acción. En México, cada seis años, se repite la liturgia de la planeación: se organizan foros, consultas públicas (y recientemente también por internet y hasta por dispositivos móviles) y se reciben las opiniones de políticos, funcionarios, especialistas y ciudadanos en general para construir lo que pretende ser un documento que, a un tiempo, refleje la suma de voluntades individuales, que articule un proyecto de país y que sirva como instrumento de gestión administrativa. Pero a nadie escapa que la lógica del Sistema Nacional de Planeación Democrática corresponde a un país distinto del México del siglo XXI: el pluralismo político nos deja claro que no hay consensos nacionales que aseguren prioridades compartidas; la competencia política y la división de poderes nos garantiza que la sola voluntad presidencial no basta para asegurar la articulación de las normas, los presupuestos y los aparatos administrativos necesarios para cumplir con los objetivos del plan; y la  reactivación del federalismo nos muestra que cada objetivo y línea de acción deberá ser negociado, procesado y coordinado con actores políticos y burocráticos sobre los cuales el Ejecutivo federal no tiene línea de mando.

Pese a ello, las burocracias operan como si la planeación fuera, efectivamente, el punto de partida de toda acción de gobierno: todo peso del presupuesto público se supone anclado a un objetivo del PND, cada programa de gobiernose pretende orientado a la consecución, así sea parcial, de un objetivo del PND, y, buena parte de los mecanismos de control interno, evaluación y fiscalización, intentan averiguar la forma en que los programas, las agencias y los funcionarios públicos han contribuido a los objetivos sectoriales y a las líneas de acción del PND. Y
de ahí se desprenden dos problemas. En primer lugar, que ni la Ley de Planeación ni el PND generan, en realidad, compromisos exigibles: si bien sirven para orientar las decisiones de los funcionarios, es imposible para un ciudadano reclamar su cumplimiento (además de que siempre habrá varias razones por las cuales un objetivo no pudo ser cumplido).

En segundo lugar, y éste es el tema central de este documento, que la planeación sin la rendición de cuentas es inevitablemente, incompleta: dado que los planes (el PND, los programas sectoriales o los programas operativos anuales) no definen compromisos concretos, con responsables inequívocos y resultados esperables y medibles, es difícil -cuando no imposible- monitorear, evaluar, controlar y auditar su cumplimento, tomar decisiones para mejorar el desempeño, y sancionar o corregir lo que no se apegue a lo planeado.

Así, la planeación no sólo debe ser un insumo para la operación usual del gobierno, sino un componente central —si está bien hecha— para la rendición de cuentas. En efecto, la rendición de cuentas no puede desprenderse de la planeación. Como se ha repetido en los trabajos de la Red por la Rendición de Cuentas (RRC), no se trata sólo de un ejercicio desconectado de la actividad gubernamental ni concentrado sólo en lo adjetivo: que alguien no robe dinero, o que no haya disfunciones. Se trata del cumplimiento de los propósitos de política pública definidos en el proceso democrático. Y el espacio en el que se materializan esos propósitos son los planes del gobierno en su conjunto y los programas y agencias gubernamentales.

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