No hay manera razonable de aplaudir los métodos que están usando ahora mismo los movimientos que han puesto en jaque la educación pública superior, porque se oponen por completo a sus propias banderas: la toma violenta de las instalaciones universitarias contradice su repudio a la represión, mientras que su intransigencia frente a cualquier cambio en los planes de estudio anula la opción de diálogo que reclaman. Pero lo más grave, es que la violencia y la intransigencia con la que están actuando abona a la mala imagen de esas opciones educativas y se vuelve en contra de la igualdad social que persiguen.

No es cierto que se trate de movimientos que deban ser avalados acríticamente por las izquierdas. Por el contrario, son éstas las que deberían encabezar la más firme oposición al deterioro de la educación pública superior en México, pues no existe una ruta mejor para promover la movilidad y la equidad sociales. Todas las demás dependen de la calidad de la educación pública: desde las que buscan la inserción laboral y la conquista individual de nuevas condiciones de vida, hasta las más audaces, que proponen el diseño y la puesta en marcha de un arreglo social y político diferente; desde la mirada personal de quien busca abandonar la pobreza por su esfuerzo, hasta la colectiva que quiere modificar el régimen político en que vivimos, es imprescindible la educación superior exitosa. No hay ninguna otra arma que supere a las universidades públicas y gratuitas para conseguir la igualdad de una sociedad.

Quienes creen que la sociedad debe vivir segmentada entre ricos y pobres eternamente, porobablemente celebran la expansión de esos movimientos y de sus métodos. Cada nueva noticia que divulga la violencia y el deterioro de la educación pública podría ser leída, por esos grupos, como una confirmación de que las escuelas privadas son las mejores opciones, de que en ellas se aprende más, se garantizan mejores carreras y de que las universidades pagadas por el Estado no son sino espacios para contener temporalmente la demanda laboral que, de otra manera, produciría un estallido social. Dudo que haya una mejor propaganda para todas esas falacias que la actitud beligerante de quienes están minando el prestigio de la educación pública superior.

Convengo en que haya movimientos que impidan la privatización de la escuela pública o que los estudiantes se levanten en contra de cualquier forma de discriminación o exclusión social, que impida el acceso de los más pobres a la educación superior; aplaudiría que se opongan a una educación ofrecida por profesores mal preparados, abusivos o flojos; me encantaría que promovieran la revisión de los planes de estudio y del trabajo en las aulas, para exigir que su tiempo de estudio sea siempre más provechoso y competitivo con las mejores universidades del mundo; que exigieran que los presupuestos se utilicen para traer a los mejores investigadores, para convocar los mejores seminarios, para impulsar los mejores proyectos y que cada peso gastado en esas escuelas sea gastado bajo las más estrictas medidas comparativas; y que promovieran, con el mismo ahínco, que sus compañeros no desaprovecharan cada minuto universitario. Pero esas no son las causas que se están persiguiendo.

De modo que no hay ninguna razón válida para respaldar la violencia que han esgrimido. A pesar de todo, la educación pública ha producido —y sigue haciéndolo— el mayor caudal de conocimientos individuales y colectivos, diagnósticos útiles, propuestas puntuales y resultados científicos del país. Las universidades privadas no han alcanzado la madurez suficiente para compararse, en conjunto, con la calidad que ofrecen las públicas del país. Así que no debemos equivocarnos. Las conquistas sociales casi siempre son atacadas —es cierto— por quienes ostentan el poder y los privilegios. Pero en esta ocasión, el ataque viene de abajo y de adentro y hay que conjurarlo a golpe de conciencia, no de violencia.

Publicado por El Universal