Sirva la efeméride más importante de este recién comenzado 2014 para la reflexión sobre todo un siglo. El 28 de julio se cumplirán cien años del inicio de la Gran Guerra europea que devino en la primera de las dos guerras mundiales, principales cicatrices de la “era de las catástrofes” o “siglo XX corto” según llamó el historiado británico de origen judío—alemán al período que comenzó precisamente con el estallido del conflicto militar donde se enfrentaron entre sí las potencias europeas  y que terminó con cien años previos, apenas interrumpidos, de paz entre ellas. Esa era culminó, siempre según Hobsbawm, con la caída en 1991 de la Unión Soviética, secuela más dramática de la explosión que entre 1914 y 1918 barrió con las viejas estructuras políticas de Europa y marcó el principio del fin de los imperios.

Mucho se está publicando en estos días sobre aquellos hechos trágicos de hace un siglo y sus antecedentes. No han faltado los historiadores que han aprovechado la oportunidad para publicar obras novedosas donde revisan los antecedentes de la tragedia y tratan de dilucidar si fue inevitable o, si por el contrario, el final de la paz fue producto de una serie de acontecimientos un tanto fortuitos que redujeron el margen de maniobra de la diplomacia de la época, hasta entonces bastante hábil para desmontar conflictos tanto o más graves que el precipitado a partir del asesinato de heredero de la corona austrohúngara en Sarajevo el 28 de junio de aquel infausto año.

En estos días de vacación he podido hincarle el diente al notable trabajo de Margaret MacMillan The War That Ended Peace (en español ha sido publicado por Turner con el sencillo título de 1914), donde la historiadora canadiense hace un recuento de la cadena de acontecimientos que condujeron al desastre. La sensación más perturbadora que deja el libro es que ni los políticos ni los intelectuales fueron capaces de prever la magnitud de la tragedia que se avecinaba. El clima social entre las clases medias y altas de la época era en general de optimismo sobre el futuro luminoso que le deparaba a la humanidad el progreso constante y si bien entre los trabajadores crecía la organización política con aspiraciones socialistas, buena parte de los partidos obreros participaban ya en la política parlamentaria y buscaban alcanzar sus metas a través de las reformas sociales; incluso entre aquellos que concebían su actividad como preparatoria de la revolución social que barrería al capitalismo y a su régimen de explotación, ésta se veía como una consecuencia luminosa del progreso, no como su solución de continuidad.

Sin embargo, lo que ocurrió fue precisamente consecuencia de ese progreso tan exaltado por la ideología positivista en boga. La guerra que los políticos y los militares de todos los bandos esperaban fuera rápida y condujera a un nuevo equilibrio sin grandes pérdidas se convirtió en una pesadilla de más de cuatro años de duración con un coste de vida hasta entonces inaudito entre la población no combatiente (un tercio de los muertos fueron civiles) y acabó por involucrar a países de todo el orbe, sobre todo a los Estados Unidos, con lo que se modificó de manera irreversible el papel de esa potencia entonces emergente en el escenario global.

La Gran Guerra le debió su duración y su capacidad letal precisamente al progreso: al desarrollo tecnológico que, a la vez que transformaba la producción y hacía accesible a grandes sectores de la población bienes en otros tiempos excesivos incluso para los más ricos, transformaba el armamento y construía maquinarias de destrucción inimaginables en cualquier otra época de la historia humana: grandes acorazados de acero, submarinos, tanques, ametralladores, aviones y, sorprendentemente una de las armas más letales, el alambre de púas. El sueño de la razón ilustrada produjo monstruos de devastación y muerte de proporciones apocalípticas.

Lo más aterrador es que se trató sólo del prolegómeno de la tragedia secular. De entre las ruinas dejadas por la contienda en lo que hasta entonces había sido el gran imperio ruso surgió, primero con gran esperanza, el mayor experimento social jamás realizado: el socialismo soviético, el cuál al paso de los años se convertiría en otra gran tragedia humanitaria y junto con sus secuelas, levantadas entre los escombros dejados por la segunda gran guerra —mucho más devastadora que la primera— en los países de Europa central y oriental y en China, terminó por convertirse en otra gran pesadilla para buena parte de la humanidad, al tiempo que acababa con la ilusión de poder organizar una sociedad justa a partir de una racionalidad única.

También entre las ruinas dejadas por aquella confrontación tan evitable como cualquier siniestro de causa humana surgieron el fascismo y el nazismo, con su cauda de sufrimiento humano y su ideología totalitaria y revanchista, fermento para la segunda guerra, producto según Hobsbawm del cierre en falso de la primera y durante la cual la capacidad destructiva de la tecnología llegó al extremo de las bombas atómicas. Más de 50 millones de muertos, dos terceras partes de ellos no combatientes y un mundo polarizado en torno a dos proyectos y en vilo por la amenaza de las armas nucleares fueron los resultados de la mayor de las catástrofes de la historia humana.

Es un tópico cansino decir que conocer la historia evita repetirla. La historia no se repite, por más que nuestra cuenta del tiempo nos lleve a imaginar una existencia cíclica, con eternos retornos. Con todo, el centenario del principio de esas décadas terribles, con sus experimentaciones, sus ilusiones y sus ideologías de odio debe servir para ver cuán cerca estamos en el tiempo de aquella época cuando los avances en la ciencia y la técnica parecían anunciar un futuro luminoso de paz y de progreso.

Hoy, con una población de más de siete mil millones de humanos y con muchos de los fantasmas ideológicos de hace un siglo redivivos, como el nacionalismo excluyente, la xenofobia, el racismo o los fundamentalismos de diversos signos y con un desarrollo tecnológico impresionantemente mayor que el de hace cien años, con las ventajas, pero sobre todo con los riesgos ambientales y de convivencia en la desigualdad que implica, sin bien existen como entonces zonas enteras del mundo con generaciones que no han vivido en paz, una guerra de proporciones globales y devastación masiva no parece en el horizonte; sin embargo no eran pocas las mentes lúcidas que creía lo mismo en 1914.

Fuente: Sin Embargo