Vivimos una etapa en la que lo inmediato domina al análisis de los asuntos públicos. A través de un acto reflejo se expresa una idea y se privilegia la contundencia de la conclusión, independientemente de la fragilidad de los argumentos. En este contexto la espontaneidad es lo más valioso: el contenido de las redes sociales refleja esta realidad.
A primera vista, esta tendencia es contraria a la visión que está detrás de los cambios constitucionales que le dan forma al Sistema Nacional de Transparencia y al Sistema Nacional Anticorrupción. Ambos constituyen una apuesta a mediano y largo plazos, puesto que su alcance está diseñado para tener, esencialmente, un impacto estructural, en vez de limitarse a una persecución caso por caso de irregularidades.
Aliviar un síntoma no equivale a curar una enfermedad. Hemos llegado al punto en que es inaplazable aplicar soluciones de fondo que contribuyan a eliminar las causas, lo que traerá como efecto la desaparición de las consecuencias. Hay que destacar que no se trata de una decisión fácil, puesto que las expectativas sociales, en ocasiones orientadas al efectismo, ejercen sobre el actor político y administrativo una presión que será necesario gestionar de manera adecuada.
El Sistema Nacional Anticorrupción busca articular en una estrategia coherente a las instituciones competentes en este tema, sean judiciales, administrativas o de fiscalización, con el fin de cerrar los espacios a riesgos reales o potenciales para la comisión de irregularidades. Por su parte, el Sistema Nacional de Transparencia Acceso a la Información y Protección de Datos Personales tiene como objetivo monitorear y propiciar las condiciones para el cumplimiento de la política pública transversal del Estado mexicano en la materia.
En este sentido, el cometido de los distintos miembros de los Sistemas de Transparencia y Anticorrupción debe consistir en establecer una cultura de legalidad, control y rendición de cuentas, donde cada área, e inclusive, cada integrante del aparato estatal, enfrenten un ambiente definido por la fiscalización, la transparencia y la existencia de sanciones efectivas; esto, con el fin de que sus incentivos personales y de grupo, se alineen con el interés público.
Este nuevo orden institucional, entendido no sólo como el cambio de las reglas de juego de los organismos del Estado, sino también como la interacción entre ciudadanos y gobierno implica un replanteamiento de todos los participantes. Para algunos analistas el tema de la corrupción, desafortunadamente, se constriñe a un asunto de buenos y malos. Para que la participación de la sociedad sea efectiva en este proceso se requiere que sus organizaciones cuenten con mayor información y solidez técnica para abordar el tema, no basta enarbolar una “superioridad moral” adquirida por ostentar una etiqueta ciudadana.
A este respecto, el martes pasado escuché la intervención de Alejandro González Arreola, director general de Gestión Social —Gesoc—, con motivo de la ceremonia de instalación del Consejo del Sistema Nacional de Transparencia. Fue verdaderamente gratificante escucharle hablar sobre la importancia del papel de la sociedad organizada en la construcción de las políticas públicas. Fue una muestra cabal de pensamiento independiente y de solvencia técnica.
De ese modo, si tanto las instituciones estatales como las organizaciones sociales asumen el compromiso de predicar con el ejemplo, podemos augurar que los resultados serán satisfactorios y que avanzaremos en sentar las condiciones para una mejor convivencia y un gobierno confiable y al servicio de la gente.
Fuente: El Universal