La eficacia del nuevo régimen político de México dependerá, en buena medida, del desempeño de los órganos autónomos de Estado ya configurados (además de los que se acumulen en los meses por venir). De modo que una de las variables principales del sistema apenas diseñado para este nuevo siglo será, precisamente, la autonomía con la que se conduzcan esos órganos. Una verdad de Perogrullo: si los órganos autónomos son capturados, ya no serán autónomos.

Esa tesis es tan obvia, que no necesita mayor explicación. Sin embargo, apenas escritos en el texto constitucional, la integración de esos órganos enfrenta ya la amenaza del reparto entre partidos y de los arreglos políticos a modo para someter los nombramientos —que vienen en cascada— a la lógica de la lealtad y la obediencia a la clase política que diseñó ese régimen. “La condición del individuo que de nadie depende en ciertos conceptos”, como define el Diccionario de la Lengua Española a la palabra autonomía, no se aviene con la ambición de los partidos y de los legisladores que tienen en sus manos esas designaciones.

 Gracias al peso específico de los actores económicos más influyentes, los nuevos órganos encargados de regular la competencia económica y las telecomunicaciones fueron integrados mediante el expediente del examen previo de conocimientos jurídicos y técnicos. Sería ingenuo pensar que se salvaron por completo de las negociaciones partidarias y del lobby empresarial de último momento. Pero al menos hubo un método de selección más o menos abierto y razonable, y nadie tuvo duda de que los responsables de esa tarea acreditaron los saberes necesarios para llevarla a cabo. Lo que sigue dependerá de su propia catadura ética y de su capacidad para mantenerse al margen de presiones, honrando sobre la marcha su independencia de criterios.

 Pero los órganos autónomos que habrán de organizar y vigilar una parte sustantiva de la vida política de México podrían correr con una suerte muy distinta. Dado que regularán a los mismos individuos que los designarán, es muy probable que los integrantes del IFAI —cuya designación ya está en la puerta—, así como los del Instituto Nacional Electoral y el Coneval, resulten ser los más leales y cercanos a los intereses del gobierno y a las negociaciones de partido. Es decir, aquellos que de entrada renuncien a su autonomía, a cambio de ganar el puesto.

 El único antídoto visible para conjurar ese intercambio entre lealtades y designaciones es exigir —como lo hicieron en su momento los poderosos actores de la economía— que los legisladores establezcan criterios y procedimientos claros, objetivos e imparciales para evaluar a quienes aspiren a esos cargos, de tal modo que su selección sea indiferente a las relaciones políticas individuales. Si no sucede así, los nuevos órganos autónomos nacerán enfermos y será imposible que prosperen en sus cometidos. Quebrada su autonomía desde el principio, el resto de su actuación adolecerá de falta de legitimidad y sus decisiones posteriores ya no podrán compadecerse del diseño institucional del que partieron.

  Evitar que las designaciones por venir acaben dando al traste con la autonomía de los órganos de Estado apenas inventados parece, a estas alturas, una tarea imposible. No obstante, quizás todavía sea viable apelar a la combinación de la presión pública y mediática, el equilibrio entre intereses partidarios enfrentados y el sentido de responsabilidad y buen juicio de un puñado de legisladores honestos, para producir un resultado digno de las intenciones declaradas tras cada reforma constitucional. Quizás no sea demasiado tarde para mitigar la megalomanía de quienes buscan controlar la vida de esos órganos a través de sus amigos y de sus allegados, e imaginar que el país puede darse el lujo de honrar la ética de la responsabilidad.

Fuente: El Universal